Augusto Morales

Haciendo un símil con la empresa privada -para compararlo con lo expuesto en la última columna (24 abril), imaginemos una compañía que tiene como finalidad la fabricación de un producto o la prestación de un servicio, para cuyo efecto debe contar con un determinado número de empleados. Pensemos que los empresarios, o los funcionarios responsables del manejo de la organización, deciden incrementar de manera ostensible el personal sin que medie una causa que lo justifique; de seguro que la empresa se va a ver resentida en sus finanzas, por lo que, para sobrevivir, deberá inyectársele recursos propios o producto de préstamos, sacrificar elementos de producción o del servicio, o a la postre, el cierre del establecimiento.
La gran diferencia entre los sectores público y privado es que mientras en este está en juego un patrimonio particular, privado, en el oficial se comprometen dineros o instituciones que pertenecen a todos, o, tal vez a nadie, si se atiende a la evidente indolencia de sus ‘difusos’ propietarios (comunidad) frente al desastre que nos afecta. Por eso es que el sostenimiento del Estado con burocracia excesiva (nóminas paralelas) y por el ingrato fenómeno de la ‘cultura’ de la corrupción, evita o impide la ejecución de muchísimos programas de verdadero beneficio social, llevando en ocasiones a la expedición de impopulares reformas tributarias que afectan en grado superlativo a la sociedad.
Si los Gobiernos -la mayoría-, le pusieran orden, seriedad y responsabilidad al oficio que se les ha encomendado, de la misma manera como los particulares cuidan de sus negocios, el interés público y el Estado, que se entiende encarna aquel, se verían enormemente favorecidos si propiciaran el ahorro derivado del personal innecesario, enfrentaran con ahínco las prácticas corruptas, y se promoviera el recto actuar de los funcionarios, se evitarían las penosas aboliciones de entidades públicas, o los dolorosos procesos de insolvencia económica o de reestructuración de pasivos de muchos de sus organismos, y se impediría la multiplicidad de ilegalidades de los servidores públicos que conducen al sinnúmero de procesos que cursan en los estrados judiciales los que podrían desembocar en las aún incalculables condenas económicas.
El Estado detenta un poder ‘unilateral’ que legitima la autoridad para el mantenimiento del orden, el que, a su vez, representa un desequilibrio con respecto a la autonomía de la voluntad de los asociados pero que debe estar sometida a aquella; ese poder es el que hace que pueda expedir normas coactivas o coercitivas aún contra el consentimiento de los gobernados. Cuando expide disposiciones relacionadas con el cumplimiento de sus obligaciones pecuniarias, como el pago de conciliaciones y sentencias judiciales, se debe estimar que los plazos que fija para ello son razonables y acordes con la situación de la entidad obligada. En estos menesteres el Estado es incumplido, con los grandes costos financieros que esta situación le acarrea.
En el proyecto de ley de Plan Nacional de Desarrollo 1918-1922 se incorporó una norma que haría más difícil la efectividad de las sentencias -cuyos beneficiarios son, en general, personas de escasos recursos económicos-, indicando aquella, con respecto a las entidades nacionales, que los créditos judiciales en favor de los demandantes se convertirían en “deuda pública”, que, según la misma previsión, “serán reconocidas y pagadas bien sea con cargo al servicio de deuda del Presupuesto General de la Nación o mediante la emisión de títulos de Tesorería…”, situación que agravaría la situación de los acreedores, sometiéndolos a eventuales especulaciones y mayores desequilibrios, por cuenta también de los problemas ya comentados.
Si el Estado no es oportuno en el pago de las obligaciones, ¿qué ejemplo se le está dando a la comunidad nacional?
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