Augusto Morales

Nada fácil resulta para quienes dirigen el Estado, y menos lo es para los empleados y sus familias cuando aquellos disponen reformas administrativas que con cierta regularidad suelen decretarse en el seno de las administraciones públicas y sus entidades descentralizadas. Algunas de esas modificaciones lo son por exceso de burocracia, otras por ineficiencia funcional, bien para ‘ahorrar’ recursos del Estado, o ya por la corrupción que las invade, etc., etc., etc. Cuando se suprimen, se transforman, o se fusionan, las tareas deben ser asumidas por otros organismos o dependencias; y sus funcionarios, cuando por ello son desvinculados, acrecientan los índices que genera el desempleo, mientras que otros, a veces con razones no muy claras, son reubicados en algunas oficinas públicas. Pero resulta lamentable cuando, por venta, se deshacen de empresas estatales que siendo, o pudiendo ser rentables, se ceden a los particulares.
La empresa pública puede ser muy eficiente y productiva, no solo en servicios a la comunidad, sino en frentes que podrían competir con los privados, claro, si cuenta con los presupuestos adecuados, se racionaliza el gasto, no se somete a los vaivenes de la política y de las cuotas burocráticas, no sucumbe ante intereses cuestionables, pero igualmente que haya estabilidad en los empleos y, sobre todo, que exista una alta conciencia por el servicio estatal de parte de sus servidores. Razones que indujeron a la invención de las empresas industriales y comerciales del Estado por los alemanes, fue precisamente eso, una competencia con calidad para coadyuvar a la regularización de los mercados. Claro que las tendencias político-económicas, especialmente las atadas al neoliberalismo, se oponen a ello.
Los servidores públicos, especialmente los de la rama ejecutiva, están en la mayoría de los casos bajo la égida de los grupos o partidos políticos, restándoles a aquellos posibilidades de maniobra en el ejercicio de la función pública. Si se lograra dar una independencia entre unos y otros, y hubiese un verdadero control político sobre la gestión pública, con ética, responsabilidad y mirando solo los altos intereses del Estado, seguramente tendríamos unas estructuras y comportamientos que brillarían por sus ejecutorias, que es lo que necesita el país.
La carrera administrativa se ha convertido en el salvavidas para quienes ingresan a los cargos del Estado por la estabilidad que brinda, pero muchos acceden sin vocación por el servicio público, lo que hace que no tengan pertenencia por la entidad y sus empleos. Así mismo, hay situaciones en que las bajas remuneraciones no los halaga y que aceptan por razones del desempleo, lo que en muchos casos los hace vulnerables a la corrupción.
Hay también en numerosas oficinas públicas una muy regular o deficiente atención a los usuarios, donde los funcionarios no tienen conciencia que sus cargos existen o se mantienen porque es la misma comunidad la que contribuye a su permanencia con los tributos. Los servidores públicos no hacen un favor; tienen el deber, la obligación de prestar una óptima asistencia a los ciudadanos que son quienes los pagan o sostienen y los establecen para el servicio a la comunidad. De allí que deba asumirse el compromiso de prestar un excelente servicio a la sociedad, de ofrecer todo lo que esté al alcance de la entidad para satisfacer las necesidades individuales y colectivas; hacer sentir bien a quienes requieren de su oficio, así ganan en autoridad, respeto y consideración. El usuario tiene todo el derecho a exigir del servidor estatal que sea bien atendido, a ser debidamente orientado, y a obtener el servicio que busca sin contratiempos injustificados.
Salvo contadas excepciones, los cargos públicos son el medio para engrandecer a las personas, no lo contrario; antes eran exaltados los individuos por la dignidad y referente social que representaban, imprimiéndole decoro y garantía al oficio público.
De igual manera, algunas altas dignidades del Estado se han convertido en proyectos de candidaturas presidenciales, desorientando acerca del verdadero cumplimiento de las finalidades de entidad que orientan, viéndose comprometida la confianza pública; en suma, debe haber un más severo régimen de inhabilidades.
Si se lograra reencauzar con responsabilidad los objetivos del servicio público, seguramente obtendremos que nuestro país regrese a los cauces de la legitimidad y la fe pública en sus servidores, elementos superiores para recobrar la autoridad y la legalidad.
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