Augusto Morales

Toda la organización del Estado, pero muy especialmente la administración pública, se mantiene en entredicho ante la colectividad nacional. Tradicionalmente lo ha sido por la lentitud en su gestión, agravada en la era ‘moderna’ con los escándalos de corrupción permanentes a lo largo y ancho del país, con muy escasas excepciones, éstas quizás porque, o no hay verdaderos o eficaces controles gubernamentales, porque tampoco funcionan los controles sociales, porque la sociedad se entregó o doblegó ante un fenómeno globalizado, o porque en la realidad pueden funcionar muy bien algunas entidades.
La administración pública se llama también ‘ejecutiva’ por ser la encargada de ‘ejecutar’ las normas (Leyes y demás actos generales) que contienen, para el tema, las disposiciones de cómo se administra el Estado, y realizar las gestiones que son pertinentes o adecuadas para una óptima prestación de los servicios públicos a su cargo (seguridad, salud, educación, transporte, etc.). Se creó la administración del Estado como una necesidad de la comunidad, sin que sea un órgano que represente a ésta, sino que es una institución ‘puesta a su servicio’ a voces del tratadista español don Eduardo García de Enterría; por lo mismo, el ciudadano no solo tiene el derecho, sino el deber de exigir que funcione muy bien, es decir, de manera eficaz y correcta y sin influjos malsanos.
La administración pública se diferencia de la administración privada básicamente en sus finalidades, pues en cuanto a sus similitudes, ambas requieren de un patrimonio o capital, de una estructura y de recursos humanos, al igual que de unas regulaciones que orienten su funcionamiento para el cumplimiento de sus designios u objetivos; al paso que se diferencian esencialmente en que, la primera, busca un interés de beneficio general, de interés colectivo, careciendo de ánimo de lucro; mientras que la segunda dirige sus esfuerzos a la consecución de beneficios particulares.
Existen algunas empresas estatales que para lograr sus fines deben funcionar de manera similar a una empresa privada, es el caso de las empresas industriales y comerciales o las sociedades de economía mixta, que pueden actuar además como reguladoras del mercado (Ecopetrol, las industrias de licores, Banco Agrario, empresas de energía eléctrica, comunicaciones, transporte Aéreo como “Satena”, por ejemplo), pero que su producido o utilidades, fuera de reinversión, buena parte de ellas son destinadas al servicio de las entidades públicas (Nación, departamentos, etc.) para el desarrollo de las tareas de interés general, y cuya gestión se rige, según su configuración, por las normas de derecho privado (civil, comercial, laboral), lo que en otras latitudes se ha conocido como la “huida del derecho administrativo”, y sin mencionar ahora la privatización de muchos servicios del Estado, aspectos que habrá ocasión de abordarlos en un futuro.
Por supuesto que tanto la administración pública como la privada tienen también sus semejanzas y diferencias en cuanto a los vicios que las afectan (no en todas). En ambas puede haber o hay apropiación indebida de recursos, tráfico de influencias, celebraciones irregulares de contratos, y muchas otras perversiones; y sus diferencias radican en que mientras en la pública, por ser precisamente eso, casi todo ello se publicita, hay escándalo, en muchos casos según los intereses políticos, a lo que se sigue una satanización de las entidades y, por contera, de todos los servidores oficiales ajenos al acto ilícito. En la empresa privada hay discreción de esas mismas situaciones, protegiéndose el nombre de la empresa, y muchas veces solucionándose la anomalía con el simple reintegro de dineros y terminación del contrato laboral. Por supuesto que la difusión de las anomalías en el sector público debe mantenerse, pero cuidando del buen nombre de la entidad y de los servidores no comprometidos.
El cohecho o soborno (ofrecer, dar o recibir dinero o canonjías) y la concusión (servidor público que exige dinero o prebendas), son delitos que rara vez son investigados o demostrados por la dificultad de la prueba, los que normalmente quedan en la impunidad. Es tan raro descubrirlos que prácticamente se ha ganado ‘confianza’ para cometerlos. En la mayoría de los casos quienes motivan tales tipos de conductas son los particulares para obtener algún tipo de provecho o beneficio, pero todos con el elemento común de estar afectados de un problema de formación ética o moral, y también cultural. La colusión (acuerdo clandestino en perjuicio de un tercero), especialmente en materia contractual, como otros tipos penales frente a la administración, siguen la misma suerte.
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