Augusto Morales

La Constitución de 1991 establece en su preámbulo -que irriga y vincula a todo el ordenamiento jurídico- los elementos que lo caracterizan, y dentro de los que se destacan el aseguramiento de la justicia y la garantía de un “orden político, económico y social justo”. El artículo 1º del mismo texto constitucional establece como principio fundamental la “solidaridad”, el que también se consigna en otros preceptos como los relacionados con la seguridad social (art. 48), los deberes de las personas (95) y la distribución de recursos y competencias (art. 356).
Los ‘impuestos’ son los principales gravámenes en nuestro sistema impositivo, establecidos para lograr, juntamente con otros recursos, el funcionamiento del Estado y garantizar los servicios y actividades a su cargo, como educación, salud, justicia, seguridad, obras públicas, sistemas de control, etc., y sobre los que la ‘casi’ totalidad de los colombianos (excluyo los corruptos), esperamos que esos ingresos sean óptimamente dispuestos o invertidos; es decir, que estén destinados, en verdad, a satisfacer las necesidades colectivas.
Con la creación o incremento de los impuestos se ve materializado también aquel principio de solidaridad, pero los mismos deben ser establecidos de manera racional y consultando un verdadero principio de justicia, tal como lo pregona el artículo 683 del Estatuto Tributario: “…el Estado no aspira a que al contribuyente se le exija más de aquello con lo que la misma ley ha querido que coadyuve a las cargas públicas de la Nación”. Las tasas, entendidas como los valores que se cancelan por recibir un servicio público, también contribuyen a hacer efectivo el principio.
La creación o incremento de los tributos afectan en gran medida la muy limitada economía de la mayoría de las familias colombianas, y los excesos, contribuyen a hacer aún más penosa esa imposición, que en la mayoría de los casos las obliga a disponer de recursos extraordinarios para satisfacer las nuevas cargas, y muchas otras obligaciones, con el consecuente sacrificio, deterioro o precariedad de la calidad de vida de los habitantes. Y cuando los ingresos estatales se destinan o llevan a fines distintos de los previstos en la Constitución y las leyes, pues lleva al desánimo, a la inconformidad, a la desconfianza y a la incredulidad en el sistema político que rige.
El impuesto a la renta, para citar solo uno, de la manera como aritméticamente ha venido siendo incrementado, ha absorbido en muchísimos casos, por ejemplo, los saldos a favor que contribuyentes habían tenido en las administraciones tributarias; pero adicionalmente han asumido, o tendrán que asumir obligaciones crediticias para poder satisfacerlo. Los asalariados, tanto públicos como privados, son los que, comparativamente, parecen asumir el mayor peso, en quienes la nueva carga tributaria no solo es mayor a la retención en la fuente, sino que está muy por encima del incremento salarial. Ese sacrificio también se ve reflejado en el régimen pensional. Así no debe entenderse el sentido de la “progresividad”.
En Francia, el antiguo régimen sucumbió por los constantes tributos que imponía a la clase trabajadora, especialmente a la agobiada población agrícola, destinados a sostener los privilegios de la monarquía, la aristocracia y el clero. Claro que era una época política y socialmente distinta, pero muy parecida en la forma como muchas veces se administran y disponen los haberes estatales.
No debe tardarse más el Congreso de la República en legislar, severamente, para el efectivo control en la administración de los recursos del Estado, y que logre desatar ese nudo gordiano que a todos nos afecta.
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