Álvaro Gartner


Hace centenares de miles de años, un individuo de una especie animal que luego se llamó a sí misma humana, se irguió en sus cuartos traseros para ver mejor su entorno africano. Entonces, aprendió a caminar en dos patas.
Su vientre no soportó los vientos y para abrigarla, la especie empezó a despojar de sus pieles a otros animales. Por depender de pelambres ajenas, la suya fue cada vez más lampiña y friolenta. Entonces, inventó la ropa.
Impulsado por una emoción nueva y extraña que llamó amor, abandonó las cavernas para construir chozas, donde proteger a sus crías de la lluvia y el frío. Las calentó con un regalo de los dioses que llamó fuego. Entonces, perdió fortaleza ante los elementos.
Los sonidos que emitía su garganta al exhalar aliento, fueron tomando forma en algo que llamó palabras. A los inexplicables espasmos convulsivos que le causaba la alegría, los llamó risa. Entonces, fue un ser humano.
Aprendió a tallar la piedra e inventó la rueda. Supo malear metales, hizo armas y deseó lo ajeno. Pero los dueños de esto, lo impidieron, causándole daño. Entonces, supo que no era invencible.
Pasaron siglos y milenios, a veces boyantes, a veces míseros, siempre entre guerras y pestes. Las aldeas se transformaron en naciones y las costumbres en leyes; de la vida cotidiana surgieron culturas y éstas alumbraron el arte en armonía con la Naturaleza. Entonces, la creatividad se impuso a cada desafío.
Cuando la razón alcanzó su más alta cota, se predicaba el naturalismo y el arte marcaba la vida cotidiana, devino la Revolución Industrial. Cada nuevo artilugio que salía, hacía más fácil la vida. Entonces, la molicie fue convertida en ideal.
La luz eléctrica volvió día la noche y la ciencia explicó los fenómenos inexplicables que habían dado origen a los mitos. Los principios morales que representaban, fueron reducidos a relatos. Y el más grande de todos los seres sobrenaturales, Dios, a mercancía religiosa. Entonces, el humano perdió la noción del bien y del mal.
La tecnología extrema cobra alto precio: cada nuevo aparato causa la pérdida de las habilidades naturales. La fotografía volvió innecesaria la pintura. El disco que suena una y otra vez, evita aprender la canción. La inspiración surge del ruido urbano. Las arias de Händel plenas de trinos y gorjeos, y los conciertos de flauta de Vivaldi que imitan los cantos de las aves, son anacrónicos, porque el oído se desacostumbró a los sonidos de la Naturaleza. Importa más la grabación perfecta que la armonía vocal e instrumental.
El cine relegó el teatro y los efectos de computador mataron a los verdaderos actores. La escultura de factura lenta y presencia perenne, dio paso al performance, en que el actor es la obra y ésta es cualquier cosa. La estética danza cedió el paso al lúdico baile… al son que toquen.
La calculadora acabó con el cálculo. La matemática pasó del cerebro al índice. El médico cegó el ojo clínico y depende de lo que diga un aparato. Cada especialización anula el resto del cuerpo. Y como la vida se convirtió en un valor, la medicina no es para sanarla, sino para prolongarla.
¿Y entonces? El ser humano actual, autoproclamado como la especie animal más evolucionada de la Tierra, se vacía: la inventiva mató sus instintos motores de evolución. La comodidad apaga el espíritu que dice tener y lo diferencia de las otras. Tiene ya poco adentro; depende de lo externo.
Es poderoso, mas no fuerte. Está listo para repeler cualquier ataque, pero sucumbe a cualquier enfermedad. La pandemia sacó a relucir su inmensa fragilidad.
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