Álvaro Gartner


El terremoto de noviembre 23 de 1979 partió en dos el edificio de la Facultad de Derecho de la Universidad de Caldas y puso fin a la legendaria República Independiente de Derecho, que dictaminaba cuándo estudiar o cuándo parar en aquellos tiempos del cogobierno universitario. Los abogados en ciernes (incluidos embriones de políticos y de paramilitares) fueron enviados a Bellas Artes, con grande y ostentosa incomodidad de los prospectos artísticos y refocilo de cierto jurista intelectual que adoraba dictar clase cerca de la estatua de un joven desnudo, de tamaño natural.
Al alborear 1980, la cátedra de Derecho Penal fue asignada a un treintañero de voz estentórea y mentalidad democrática: Ariel Ortiz Correa. Era el portavoz de una nueva generación de penalistas, que seguía cultivando la oratoria en los estrados, pero pensaba que a la defensa de un acusado no se limitaba a atajar golpes de los acusadores, sino a propinarlos también. Era otra estirpe de profesores, interesada más en formar abogados que en enseñar normas.
Ese año se estrenaba nuevo Código Penal, con más delitos, pero con menos justicia para la gente de bien. El primer día de clase, Ariel (no exigía ser llamado doctor), comenzó así su cátedra: “Yo sé tanto como ustedes del nuevo código, porque no hay sentencias, jurisprudencias ni interpretaciones que guíen el estudio. Aprenderemos juntos”.
Llevaba sumarios para analizarlos a la luz de la reciente norma, formándose estupendos debates que abrían camino donde no lo había. Cuando alguno emitía conceptos sorprendentes, lo aplaudía. Si lo hacían trastabillar, quedaba pensativo y luego decía: “Vámonos a tomar café”. En medio del barullo de la estrecha cafetería, de pronto restallaba la voz de Ariel: “¡No, señor; no me enrede! Usted no tuvo en cuenta tales elementos”, y se regresaba al aula a seguir la discusión.
Fue un maravilloso año (entonces la carrera era anualizada); una aventura jurídica que debió marcar la vocación de varios. El examen final lo hizo Ariel en dos etapas: la teórica, escrita, con las clásicas cinco preguntas, entre las cuales la infaltable ‘cascarita’; la práctica, oral, sumario en mano. Tras calificar, preguntó a cada discípulo porqué se había equivocado en determinado punto.
Ariel Ortiz hizo historia. Lograrlo en aulas donde también enseñaban magistrados como Gilberto Bedoya, Gonzalo Zuluaga, Filiberto Botero, Silvio Fernando Trejos, Aurelio Calderón o Enrique Quintero, y aun resonaban las voces de Humberto de la Calle u Horacio Gutiérrez, habla de la huella que dejó como profesor y como persona.
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Primera coletilla: "por sospechar de un recóndito interés económico en hacer descender el Once Caldas, hacía lista de quienes, por varias razones muchas, jamás debieron estar en la institución (José Manuel López, Ignacio Llano, Flavio Torres, Américo Pérez, etc.), cuando renunció Felipe Paniagua, idolatrado por la afición...". Adujo enfermedades quizás derivadas de una labor que mata el equipo.
Se fue y éste ganó por primera vez. ¿Casualidad? ¿Coincidencia? Lo que sea, es claro que su única decisión positiva fue largarse. Dejó inmensos problemas, que no tienen por qué solucionar los pasajeros de los buses en Manizales. El remedio es uno: que el Once vuelva a ser de Caldas.
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Segunda coletilla: en ‘La voz del lector’ de 20.02.2017, el anónimo cazagazapos que firma como ‘Un Profesor’, corrigió el nombre de la tienda naturista ‘Los Auces’, pues “debería ser Los Sauces”, en lo cual lleva razón. De inmediato recordé una anécdota atribuida al poeta Eduardo Carranza, quien en un pueblo cualquiera de la Sabana de Bogotá vio una tienda llamada ‘El berzito’.
Emocionado por el que consideró homenaje espontáneo a la poesía por un hombre de pueblo, el autor de la letra del ‘Himno de Manizales’, entró al lugar y en cuestión de minutos forjó imperecedera amistad con el tendero. Las charlas entre intelectual y comerciante se prolongaron por horas durante muchos domingos.
La confraternidad perduró varios años, hasta la muerte de Carranza. Sus hijos siguieron la costumbre del desaparecido padre, de visitar con frecuencia a su gran amigo. Durante uno de tales encuentros, a María Mercedes, también poeta, se le ocurrió hacer la pregunta jamás formulada por el papá: ¿por qué denominó ‘El berzito’ a su local? El dueño, con gran sencillez, respondió: “Porque lo abrí el día que nació Élber mi hijo mayor”.
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