Álvaro Gartner


Cuando el mundo comprobó, aterrado, que el coronavirus era mucho más que una pintoresca sopa de murciélago infectado, preparada en un mercado de la China, las noticias se centraron en la progresión del contagio y las demostraciones de solidaridad hacia quienes perdían a sus familias o quedaron en la miseria por no poder trabajar, a causa del confinamiento. Los profesionales de la salud fueron alabados como héroes. Miles de ilusos creímos que la Humanidad recuperaría la sensibilidad y la Naturaleza volvería a equilibrarse.
Hoy, casi dos años después del pánico inicial, el ser humano es cada vez más inhumano, como secuela de la pandemia. Durante el confinamiento, los logreros aprovecharon para vivir de los generosos, a pesar de tener recursos. La xenofobia y el racismo se justificaron, porque es mejor culpar a los ‘otros’ de los males propios. Los enfermos recuperados y quienes los ayudaron, y los familiares de quienes la perdieron, fueron parias sociales. Aún resuenan las palabras de un desquiciado en Bogotá: “Si usted es médica, no le puedo arrendar el apartamento, porque puede traer el virus al edificio”. Cuando se pudo salir a la calle, vino una oleada de intolerancia.
Abundan enconadas campañas de desinformación y descabelladas teorías de la conspiración, basadas en la atávica inclinación a engendrar mitos cuando no hay explicación de los hechos; o habiéndola, no se comprende o acepta. Unas y otras son predicadas por loquitos y loquitas (¡lenguaje incluyente!) famosos como Robert de Niro, Rob Schneider, Jim Carrey, Alicia Silverstone, Novak Djokovic, Miguel Bosé y Robert Kennedy hijo, o desubicados como Bolsonaro y los tendenciosos influenciadores.
Los hay negacionistas y antivacunas. Aquellos organizaron fiestas clandestinas, apostando a quién enfermaba primero, porque no quieren ver. Estos ven, pero se oponen. Están en su derecho, incluso a morir de lo que refutan. Pero, igual que los motociclistas, para matarse no tienen por qué matar a otros. Ninguno acepta que su actitud individual es nociva para la comunidad, empecinándose en andar por ahí, como un potencial peligro de contagio. ¿No se vacunan? Perfecto, quédense en casa y no arriesguen la salud de los demás. ¿Qué pasará si los provacuna reclaman su derecho a la salud?
Ahora, con la aparición de la variante ómicron en Sudáfrica, se pone de manifiesto el egoísmo de las grandes potencias, que solo han entregado 365 millones de dosis, de los 1.300 millones que prometieron donar a los países del Tercer Mundo. En África Subsahariana, menos del 5% de la población está vacunada. Por cada africano hay 15 europeos inmunizados. Prefieren dejar vencer los medicamentos y destruirlos, a entregarlos.
Indirectamente, han favorecido la aparición de la nueva variante, que ya salió de ese continente. Preocupa al mundo científico, porque tiene cerca de 50 mutaciones en comparación con el virus original, de las cuales 26 son exclusivas. Se sospecha que podría ser más resistente a las vacunas y parece anunciar que las pandemias que inevitablemente se sucederán, serán cada vez más letales, al decir de Sarah Gilbert, una de los creadores de la AstraZeneca.
Quizás en Europa se preocuparán cuando ómicron comience a hacer estragos en ese continente y entonces hagan tarde lo que pudieron hacer a tiempo. Tal y como sucedió con el ébola africano, al cual se prestó atención cuando mató al primer blanco, porque los millones de negros fallecidos hasta entonces, no contaron.
Hoy revive el significado de un bolero compuesto en 1944, durante la Segunda Guerra Mundial: “Humanidad, hasta dónde nos vas a llevar;/ por tu trágico sino,/ ¿cuál será mi destino?/ Humanidad, yo de sangre te he visto teñir,/ pobrecito del mundo,/ pobrecito de mí”.
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