Álvaro Gartner


Con gran respeto por la ley y asombroso candor, la Corte Constitucional ordenó al Gobierno gestionar la devolución de 122 piezas de la nación Quimbaya. Están expuestas en el Museo de las Américas de Madrid, donde todo su simbolismo sagrado fue apabullado por los aires triunfalistas del conquistador español.
Uno de los promotores de tan romántico fallo es Jaime Lopera Gutiérrez. Como presidente de la Academia de Historia del Quindío hizo lo correspondiente y como abogado y exgobernador de ese departamento, sabe que el asunto no pasará de ahí.
Así fue la cosa: en 1891, el guaquero Domingo Álvarez cateaba en el paraje La Soledad, entre Filandia y Quimbaya. Topó dos tumbas prehispánicas de más de 20 siglos de antigüedad, lo cual le tenía sin cuidado (era antioqueño), cuyas piezas de oro pesaron entre todas 21,2 kilos que desataron su codicia (era antioqueño). Según Germán Arciniegas, se compararía con el tesoro de Tutankamón.
Era presidente de la República Carlos Holguín Mallarino. (En 1877 vivió unos meses en Manizales, hasta cuando las tropas caucanas lo sacaron ‘ventiado’. Lo hubieran dejado…). En fin, por determinación suya y dinero público fue comprado el hallazgo por $70.000, cuando una buena casa valía $100. No pidió permiso al Congreso, como obligaba la ley.
En la instalación del mismo en 1892, anunció orgullosísimo que había remitido a Madrid “la colección más completa rica en objetos de oro que habrá en América, muestra del mayor grado de adelanto que alcanzaron los primitivos moradores de nuestra patria”. El mensaje subliminal era: “Mandamos lo que por descuido no saquearon los conquistadores, para que no digan que nos quedamos con algo”.
Se dijo que era por gratitud con María Cristina de Habsburgo-Lorena regente de España, por su intervención en el laudo de definición de fronteras terrestres entre Colombia y Venezuela, que dejó a nuestro país en poder del archipiélago de Los Monjes. Para aplicarlo, el mandatario nombró ministro plenipotenciario a su hijo Hernando.
Un siglo después, entró la ventolera de recuperar lo regalado. Fue así como se obtuvo el fallo comentado y competió a la canciller María Ángela Holguín reclamarlo.
Por una mueca del destino, es sobrina biznieta del gracioso donante. Entre uno y otra hay varias generaciones de Holguines dilapidadores de la res pública: su bisabuelo Jorge, en un añito que fue Presidente, 1896-1897, cambió una porción grande de la península de La Guajira por derechos de libre navegación en los ríos limítrofes, como si fueran solo venezolanos, y en el lago de Maracaibo.
Al hombre le rendía: en otra ‘paloma’ que le dieron por nueve meses, entre 1921 y 1922, ratificó el tratado Urrutia-Thompson que admitió la segregación de Panamá, y el Lozano-Salomón que cedió al Perú un ‘ombliguito’ de tierra entre el río Putumayo y los ríos Napo y Amazonas. Era ministro plenipotenciario un yerno suyo.
Otro yerno, pero de Carlos, llamado Roberto Urdaneta, presidente de ocasión y sanguinario por vocación, en 1953 canjeó Los Monjes con Venezuela, por el guerrillero ‘Cheíto’ Velásquez. Era embajador en Caracas un nieto de Jorge Holguín. Al repatriado lo mató por la espalda un gobiernista, pero los vecinos no devolvieron los islotes.
Por último, a María Ángela correspondió someterse al mandato del Tribunal Internacional de La Haya, de entregar a Nicaragua 75 mil kms2 de aguas territoriales colombianas. Tal vez sin culpa.
Es de suponer que la decisión de la Corte Constitucional motivó llamado de atención de las Holguines más ancianas sobre respetar la tradición familiar: el día siguiente la Canciller anunció que España no tiene obligación legal de devolver el tesoro. Aun cuando la tuviera, no lo hará. Si aduce ser suyo el galeón San José, que naufragó con riquezas arrancadas por los españoles con sangre indígena y africana…
Más inteligentes fueron los cubanos que en tiempos del tesoro quimbaya tenían casi afuera a los chapetones. Cuando los despacharon, solo llevaban paludismo y heridas de guerra. Nada de joyas. El regalo para la regente fue una burlona coplita, que años después sería convertida en una guaracha que todavía suena:
María Cristina me quiere gobernar
y yo le sigo, le sigo la corriente,
porque no quiero que diga la gente
que María Cristina me quiere gobernar.
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