Alejandro Samper


“Los ruiseñores no se dedican a otra cosa que a cantar para alegrarnos. No devoran los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar el corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar un ruiseñor”.
La frase es de la autora estadounidense Harper Lee, de su novela Matar a un ruiseñor (1960), y la traigo porque en Colombia seguimos empecinados en matar ruiseñores. A dos menores de edad de la comunidad indígena Awá, de Nariño, los mataron este miércoles. Esto ocurre a menos de una semana de que en otro municipio nariñense, Samaniego, asesinaran a ocho universitarios que estaban reunidos con sus amigos en una fiesta. Una hora antes, encapuchados habían baleado a otra persona. Un día antes, el 13 de agosto, torturaron y ultimaron a cinco jóvenes en un cañaduzal al oriente de Cali. Y tres días antes, las Autodefensas Gaitanistas dispararon contra dos pelados que llevaban sus tareas al colegio San Gerardo, en límites entre Cauca y Nariño.
Estos son los casos reportados. Quizás haya más. El profesor Germán Muñoz González usa el neologismo “juvenicidio” para referirse a esa práctica sistemática de asesinar a gente joven. Fenómeno que, según él, es común en todos los países y se acepta socialmente. Ahora, ¿por qué los matan?
El investigador en Ciencias Sociales señala que algunos de estos menores de 24 años hacen parte de comunidades marginadas. Sectores pobres que crecen en la periferia de las ciudades, poblaciones distantes de las grandes urbes o que hacen parte de la generación “nini”, o sea que ni estudian ni trabajan, y que según el Observatorio Laboral de la Universidad del Rosario serían unos 580 mil colombianos.
Personas cuya participación política no encaja en los cánones institucionales que las sociedades democráticas construyeron. Jóvenes que no votan, que no militan en partidos políticos, que no participan en marchas o mítines de caudillos y gamonales, y que no creen en sus promesas. Son, sin embargo, socialmente activos en redes como Facebook, Twitter o Instagram.
“Piensan, sienten y actúan en términos colaborativos con una inteligencia colectiva. Actúan en relación con otros, a través de colectivos de los que ellos hacen parte, que no son los colectivos políticos conocidos (…) Estamos viviendo una transformación del ámbito de lo público, del ámbito de lo político, de las formas conocidas de participación. De eso los adultos aún no somos conscientes”, señala el profesor Muñoz.
Son, entonces, como los ruiseñores: se dedican a trinar. Gente que sobra para las instituciones tradicionales, sean estas legales (Ejército y los falsos positivos) o ilegales (autodefensas, como ocurrió con los menores de edad Cristian Caicedo y Maicol Ibarra) y solo sirven para enviar terroríficas advertencias e intimidar a sus comunidades.
Su pecado es no tener filiación alguna a una organización, movimiento o partido, y no ser como los hijos de Luis Carlos Galán, Rodrigo Lara, Juan Manuel Santos, César Gaviria, Ernesto Samper o Álvaro Uribe. Pelados “decentes”, “trabajadores de sol a sol” y “emprendedores” como Tomás Uribe, quien aparece como alternativa política del Centro Democrático tras las investigaciones a su papá.
La vida de estos jóvenes es tan desechable que ni amerita la presencia del presidente. Iván Duque, el presidente “joven”, prefirió irse para Medellín a ver la llegada del primer vuelo comercial a esa ciudad en medio de la pandemia, que viajar a Nariño y mostrar empatía con la familia de los ruiseñores masacrados. Después dicen que por qué no confían en el Estado.
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