El 23 de febrero del 2022 pasará a la historia como el día en que las Naciones Unidas (ONU) quedaron obsoletas. Fundada en 1945 y con 193 países miembros, esta organización tenía como objetivos centrales “mantener la paz y la seguridad internacional, centralizar y armonizar los esfuerzos de las naciones para alcanzar sus intereses comunes y fomentar las relaciones pacíficas entre los Estados”, pero el pasado miércoles mostró su irrelevancia al quedarse sus integrantes escupiendo advertencias ante un micrófono mientras Rusia descargaba su arsenal militar sobre Ucrania.
No se puede decir que fue de un momento para otro en que el presidente ruso Vladimir Putin decidió invadir a su vecino. Esta es una zona en tensión desde la caída de la Cortina de Hierro y agravada en 2014 cuando los rusos se tomaron la península de Crimea y las regiones de Donetsk y Lugansk se declararon independientes con intenciones de anexarse a Rusia. Desde entonces, la ONU no ha hecho más que hablar y no actuar, al punto de dejarse maniatar por la Federación rusa y su derecho al veto en los Consejos de Seguridad.
Que hay motivos geopolíticos, económicos e históricos para que Rusia reclame su dominio sobre Ucrania, es cierto. También lo es que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) violó los acuerdos pactados de no entrometerse en esas repúblicas nacidas tras la disolución de la Unión Soviética y que se convertirían en el patio trasero de los rusos. Pero uno pensaría que en pleno siglo XXI esos eruditos de la diplomacia que se reúnen en Nueva York - en ese edificio de diseñado por Le Corbusier y Óscar Niemeyer ubicado en la Primera Avenida, 750 - tendrían argumentos para persuadir de sus caprichos a Putin y la OTAN. Y no.
La ONU no hace más que sumar fracasos diplomáticos. Se mantuvo aletargada durante los 20 años de invasión estadounidense a Afganistán, ante los abusos que allí se cometieron y el abandono al que dejaron ese país, hoy en manos de los talibanes. Igual sucedió con la invasión de ese país a Iraq, y al Golfo Pérsico, y a Panamá, y a Vietnam. Es una alcahueta de los antojos gringos. Ante la guerra civil de Myanmar no han hecho más que sacar resoluciones y sanciones inocuas porque allí sigue la represión violenta y los asesinatos. Ni hablar de cómo ignoraron lo ocurrido durante las dictaduras en Latinoamérica y África.
Hoy, cuando ya son cientos de miles de personas las que buscan asilo en naciones vecinas a Ucrania, cuando las tropas rusas ya llegaron a Kiev y el presidente Volodymyr Zelensky dice ante el mundo: “Estamos solos defendiendo a nuestro país”, el mensaje desde la ONU es que se habían “equivocado” por no tomar las advertencias de Putin en serio (https://cnn.it/3slJ8s3).
Que falle la diplomacia en este momento y prefiramos bombardear a dialogar, significa que todavía no nos reconocemos como especie. Que todavía somos mezquinos y racistas. Que el odio, la envidia y el poder están por encima de la solidaridad y la paz. Y la actitud de la ONU me evoca ese pasaje del libro del Génesis de la Biblia cuando Jehová le pregunta a Caín por el destino de Abel y este le responde: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”.
Lo que en este momento sucede en Ucrania no es más que otra evidencia - de muchas - de que fallamos como humanidad. No aprendimos de las pandemias, ni del calentamiento global, ni de las hambrunas, ni de las invasiones, ni de la guerra entre narcos, ni de la Guerra Fría, ni de la bomba atómica, ni las Guerras Mundiales, ni de los incontables conflictos civiles, ni de las guerras de sucesión, secesión o las independentistas; ni de las matanzas en las innumerables conquistas por el mundo, ni de la esclavitud, ni de las Cruzadas y las invasiones bárbaras, ni de los asedios a Ceuta, Constantinopla o Candía, ni en la guerra de las ciudades sumerias de Lagash y Umma… Desde que Caín usó la quijada de un asno para asesinar a su hermano Abel, los seres humanos no hemos hecho más que justificar y buscar nuevas maneras de matarnos.
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