El Consultorio Ético de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano estrenó esta semana una serie de podcast en los que la directora de RCN Radio, la periodista Yolanda Ruiz, responde preguntas acerca del oficio periodístico. Un estudiante mexicano le preguntó si los insultos tienen cabida en las columna de opinión a lo que respondió que, siempre y cuando haya argumentos para sustentar ese epíteto y no se difame, en ocasiones llamar “imbécil” a un político es necesario.
A veces, sin embargo, “imbécil” se queda corto para calificar o insultar a un político. Sobre todo en Colombia, donde parece que la imbecilidad es un requisito obligatorio para aspirar a un cargo en el Gobierno actual. O sea, van más allá de la “imbecilidad humana innata” - la de “el hombre en estado natural, in-baculum e implume” - de la que habla el filósofo italiano Maurizio Ferraris en su ensayo La imbecilidad es cosa seria; son ciegos, indiferentes y hostiles a los valores cognitivos.
Es más, se ufanan de esto haciéndose propaganda, como lo hizo el fiscal general Francisco Barbosa, al autoproclamarse “personaje al alza” a través de los medios de la Fiscalía. O el presidente Iván Duque con su programa diario en televisión Prevención y Acción, en el que evidencia su distancia de la realidad nacional. Y todo financiado con recursos públicos.
Ya lo decía otro filósofo, el español José Ortega y Gasset: “Al hombre razonable (perspicaz) lo atormenta permanentemente la sospecha de ser un imbécil [...], mientras que el imbécil se siente orgulloso de sí mismo”.
Pero, como venía diciendo, a veces “imbécil” es poco para calificar a estos personajes. En ocasiones toca echar mano de términos menos decorosos, pero de mayor impacto y más populares, para dimensionar las barbaridades que hacen y dicen. Un ejemplo de ello sucedió el año pasado, cuando la concejal de Bogotá Andrea Padilla le dijo “pobre hijueputa” a José Félix Lafaurie. Ocurrió durante una entrevista en vivo de la revista Semana en la que el presidente de Fedegán se la pasó ofendiendo a la activista por los derechos de los animales - sin más argumentos que apelar a su supuesta “mamertería” - por el hecho de que esta pedía un Día sin carne en la capital del país.
Insultar y decir groserías también es terapéutico. Richard Stephens, profesor de Psicología de la Universidad Keele, estableció que decir vulgaridades reduce el sufrimiento de las personas, pues dispara la adrenalina e incrementa los latidos del corazón. Es “analgesia inducida por estrés; es decir, a ser más tolerante al dolor”, señala el experto. El periodista César Augusto Londoño lo demostró tras el asesinato del humorista Jaime Garzón en 1999, cuando al terminar su sección del noticiero CM& dijo: “hasta aquí los deportes… ¡país de mierda!”.
Por su parte, la revista especializada Social Psychological and Personality Science concluyó que “las groserías están asociadas con menos mentiras y engaños a nivel individual”. Benjamin Bergen, profesor de Ciencias Cognitivas de la Universidad de California, dijo a The New York Times: “Creemos que cuando la gente usa palabras malsonantes nos da muestras de su estado emocional, y no es algo que la gente haga todo el tiempo (…) creo que podemos inferir cuando alguien dice groserías está expresando honestamente su postura emocional. Si quieres que la gente piense que estás diciendo la verdad, entonces decir malas palabras puede ayudarte en tu propósito”.
Ante lo anterior se entiende por qué hay quienes insisten que en nuestro país se habla el mejor español del mundo y por qué hay tanto político que usa palabras rebuscadas para expresarse. Somos mentirosos gobernados por mentirosos. E imbéciles. A palo seco: somos unas gonorreas.
Estoy de acuerdo con Yolanda Ruiz cuando da a entender que un insulto ensucia el discurso y la argumentación. Pero de pronto el uso frecuente de groserías en los medios de comunicación se debe a que la discusión pública se redujo a la talla y calidad de nuestros líderes: unos minúsculos hijueputas.
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