En el cuento De los suicidios (1973) el argentino Roberto Fontanarrosa describe métodos decorosos para quitarse la vida. Es un texto cargado de humor negro más no un manual de cómo matarse. Incluso llega a ser disuasivo por la forma y el lenguaje que usa para describir algunas escenas: “El suicida por arma de fuego deberá luchar contra la incomodidad del uso de un arma que ha sido diseñada para disparar hacia terceros y no contra uno mismo. Esto lo llevará a adoptar posiciones poco gráciles, forzando la línea armoniosa del equilibrio físico, especialmente cuando se trata de armas largas”.
Un texto como el de Fontanarrosa difícilmente se vería en un periódico. Los medios de comunicación, por lo general, tienen rigurosas normas a la hora de informar sobre un suicidio. Están el no contar cómo ocurrió, no dar detalles del hecho, no justificar las acciones del fallecido y enfocar el texto sobre buscar ayuda si tiene una serie de síntomas y las líneas de emergencia a las cuales las personas pueden acudir. Incluso en algunas partes sugieren no usar la palabra “suicidio” sino el eufemismo “quitarse la vida”.
Lo anterior es una manera de gestionar la información de forma responsable. Es un modo de prevenir el efecto Werther, que es la imitación de la conducta suicida. Pero, a pesar de estas medidas y de las campañas de las autoridades nacionales y locales - con los mismos números de emergencia con psicólogos las 24 horas y los mismos síntomas diagnosticados por nuestras EPS -, las cifras de suicidios van en aumento.
Hasta el 22 de agosto, 25 se quitaron la vida en Manizales. Eso es un inmolado cada diez días, datos peores que los del año pasado, cuando tuvimos una tasa de 9,7 suicidios por cada 100 mil habitantes. La más alta del país según la red de ciudades Cómo Vamos.
La forma de abordar este tema no es correcta, empezando por el lenguaje. La Organización Mundial de la Salud llamó a la depresión la “epidemia del siglo XXI” y en sus recomendaciones están el reportar a las autoridades de salud si alguien tiene ciertos síntomas. Como si los depresivos fuésemos contagiosos. Además, últimamente echan las causas del suicidio en el mismo costal (el de la depresión) cuando los motivos que desembocan en este acto pueden ser completamente diferentes: desde una enfermedad como el cáncer hasta la búsqueda de placer (asfixia autoerótica). Entonces, aproximarse al tema no puede ser igual ni presentar los mismos síntomas.
Las estrategias no están funcionando. Los gurús de la buena vibra, los mandalas y los libros de autoayuda no le sirven a todo el mundo. El hablar con un desconocido en la Línea de la Vida no es algo que todos harían. Pintar un puente con mensajes positivos no pasa de ser una buena intención. Nada de lo anterior tiene sentido para alguien que se quiere suicidar, porque cuando se llega a ese punto, nada tiene sentido. Y el mundo en el que vivimos carece de toda lógica, no dan ganas de vivir en este lugar. Seguimos en el mismo ciclo de desigualdad, corrupción, inoperancia, abusos, falta de oportunidades… estamos parados al borde del abismo con un bonito atardecer.
Es hora de dejar de hablar del suicidio como tabú, de los depresivos como enfermos contagiosos, de señalar a sus familias como víctimas o responsables, y atacar las causas que nos están llevando a quitarnos la vida, que bien identificadas están.
Y tener respeto por el suicida. No reducirlo a una estadística y a una excusa para seguir publicando la misma e inútil información. A veces, un texto como el de Fontanarrosa ayuda más que regirse por las frías normas del efecto Werther, que recomiendan a quienes escriben del suicidio no despertar compasión o sensación alguna en los lectores.
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