Por cuatro siglos las murallas de Cartagena de Indias (Bolívar) soportaron los embates del viento y el mar Caribe, el ataque de los cañones de piratas ingleses, el asedio de los españoles y la caca de las gaviotas. Hoy nos preocupamos si soportarán el estuco y la pintura amarilla que los bienpensantes administradores del Club de Pesca aplicaron, con el interés de “mejorar el entorno”, en el fuerte de San Sebastián del Pastelillo.
Los 11 kilómetros de murallas y fuertes seguirán allí a pesar del mal gusto de las élites cartageneras. La construcción de piedra caliza de origen coralino y sedimentario, extraída de canteras y pegada con argamasa de cal y arena, fue hecha para resistir eso y mucho más. Aguantará la basura, los orines y las heces de perros, gatos, turistas y locales; soportará el hollín de los vehículos, los grafitis, las lámparas y las antenas de telecomunicaciones instaladas como garitas modernas, los bares de empresarios descarados y la construcción de edificios.
Este Patrimonio de la Humanidad se mantendrá, incluso, una vez se encuentren bajo el agua por culpa del cambio climático. Será hogar de corales, peces y moluscos como lo son hoy la antigua ciudad griega Pavlopetri, o la italiana Baiae.
No nos preocupemos, entonces, por el deterioro de la muralla, pero sí hay que prestar atención a los abusos que cometemos los ciudadanos sobre los bienes comunes. No solo en Cartagena, sucede aquí en nuestro patio trasero de ciudad provinciana.
La politóloga estadounidense y premio Nobel de Economía en 2009, Elinor Ostrom, definió el bien común como esos recursos naturales o artificiales que, por sus características, son compartidos por un número significativo de personas. Un bien común, por su esencia propia, cuestiona el sentido mismo de la propiedad privada, por lo que los bosques, las aguas, la biodiversidad, entre otros, entran en esta categoría.
En Cartagena detuvieron la construcción del edificio Aquarela porque la torre de 32 pisos está muy cerca del Castillo de San Felipe de Barajas, alterando el paisaje y el entorno de este patrimonio mundial. Aquí, sin embargo, insistimos en construir edificios en empinadas laderas que impiden disfrutar del paisaje que rodea a Manizales. La avenida Alberto Mendoza es un muro de edificios que se adueñó de la vista para el bien de los inquilinos de los nuevos proyectos de vivienda. Las avenidas Santander y Paralela son cañones de construcciones que no permiten ver las montañas y la avenida Kevin Ángel va por el mismo camino. La frondosa melena que antes tenía la reserva Monteleón ahora son urbanizaciones y potreros para ganado.
Dirán que es lo que trae el desarrollo y el crecimiento de las ciudades, pero este tema del paisaje como bien común es de interés global. El Convenio Europeo del Paisaje, por ejemplo, establece que el paisaje es un bien común, pues es un “recurso social y cultural poseído por un colectivo humano que ve en este valores tangibles e intangibles asociados con relaciones sociales y políticas construidas a lo largo de tiempo”. Nuestras montañas nos dan la identidad de montañeros, el verde y fertilidad de sus bosques nos ponen como objetivo de biodiversidad; pero en el momento en que dejemos que un colectivo de personas (empresarios o constructores) se apoderen de estos bienes están fomentando el desequilibrio social.
“El paisaje es contenedor de valores y puede ser una herramienta para denunciar los conflictos ambientales y territoriales que el sistema capitalista genera”, señala el documento ¿Es el paisaje un bien común? Unas notas, publicado por la Universidad de los Andes (https://bit.ly/3D2A0M5). Cabe entonces una reflexión sobre lo que están haciendo los urbanistas con el desarrollo de la ciudad y nuestras montañas que, al igual que las murallas de Cartagena, seguirán ahí una vez nos hayamos ido, pero mientras estemos vivos sería bueno disfrutarlas, intactas y sin estuco.
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