En el velorio de la mamá de Jorge Luis Borges alguien preguntó la edad de la difunta. «99», dijo el escritor, y una mujer comentó: «Lástima que no llegó a los 100». Entonces Borges acotó: «Se ve que la señora tiene un notable respeto por el sistema decimal».
La Patria cumple 100 años y pude escribir esta columna a los 99 o a los 101, pero lo hago hoy porque yo también sucumbo ante el sistema métrico decimal.
Cuando empecé a trabajar en un diario me impactó la sensación de comenzar de cero todos los días. La rutina de un periódico empieza con un consejo de redacción en el que se proponen los temas a publicar. Luego los periodistas salen a hacer reportería, investigan, entrevistan, toman fotos, observan, buscan documentos y en algún momento se sientan a escribir. Con el material producido se decide qué va en primera página y tarde en la noche se cierra la edición. En la madrugada el periódico se imprime, se distribuye y al día siguiente vuelve a empezar el ciclo: otra vez todas las páginas están en blanco y hay que trabajar para volver a llenarlas. Así ha sido en La Patria desde 1921 hasta hoy, y mientras usted lee esto un equipo trabaja en la edición de mañana.
En un diálogo célebre entre Borges y Sábato el primero dijo que “un diario se escribe deliberadamente para el olvido” y Sábato agregó: “Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: “El señor Cristóbal Colón acaba de descubrir América”. Título a ocho columnas”.
Celebro que no sea así y que los periodistas de La Patria, hoy y hace un siglo, hayan discutido cada día: ¿qué hay para mañana? y en esa labor colaborativa en la que uno suma un texto, otro una foto, el editor ajusta el enfoque, alguien mejora un titular, y otro diseña la página o hace ilustraciones, hayan documentado durante 35.437 ediciones la historia de esta región.
Un periódico es memoria colectiva. Los cuentos de Rafael Arango Villegas aparecieron en La Patria, bajo el seudónimo de Liszt, antes de convertirse en libros, y lo mismo pasó con Roberto Londoño Villegas (Luis Donoso), quien en los años 30 publicaba todos los días una columna en verso sobre noticias locales. Y ahí quedaron escritas, para deleite de quien quiera leerlas, las crónicas de Tomás Calderón y Luis Yagarí. Me alegra que el Banco de la República festeje estos 100 años con la digitalización de este archivo fantástico e inagotable.
Menciono los nombres de esos remotos colaboradores porque un periódico es como las carreras de relevos, en donde el testigo va de mano en mano. Los 100 años de La Patria son la historia de gente como Jorge Santander, Ariel Cardona, Carlos Sarmiento, Fabio Arias “Ari”, Orlando Sierra, María Teresa Peñalosa, María Mercedes Vallejo, Fernando Alonso Ramírez y cientos de reporteros, fotógrafos y diseñadores que han encontrado en el archivo del periódico las raíces de un legado periodístico que crece en cada consejo de redacción.
Pienso en La Patria con el cariño que se tiene por el álbum de fotos familiar. Sus páginas registraron momentos icónicos de esta región, desde el auge y declive del cable aéreo hasta la separación de Quindío y Risaralda, pasando por terremotos, incendios, deslizamientos, gestas deportivas y cinco generaciones de quinceañeras, bodas y obituarios.
Veo a La Patria como el gran punto de encuentro de los caldenses: la sala en la que conversamos sobre asuntos de interés público desde múltiples enfoques, gracias a que su director convoca voces que abarcan buena parte del espectro ideológico y político. Una sala en la que dialogamos rompiendo barreras de tiempo y espacio, porque leer es charlar mentalmente con autores vivos o muertos, y porque basta con vivir un tiempo lejos para entender la fuerza con la que el periódico de casa cumple la función de ser el cordón umbilical que conecta con esta región.
Hace poco preguntaron en Twitter: ¿cuál fue su primera vez en La Patria? ¿Guardó el recorte? Esos interrogantes resultan imposibles para un periódico nacional. En contraste, en muchas casas caldenses los 15 minutos de fama de los que habló Andy Warhol reposan en algún recorte amarillento que se conserva con orgullo como parte de la reliquia familiar.
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