Adriana Villegas Botero


En el Cementerio de Arlington en Washington y debajo del Arco del Triunfo en París, entre otros sitios del mundo, existen tumbas del soldado desconocido, una forma de homenajear a jóvenes anónimos sacrificados en la guerra.
En estos días de invierno, con un clima que oscila entre el aguacero y la lluviecita, un soldado desconocido se instaló en mi cabeza. Vivo cerca del Batallón Ayacucho y hace dos semanas, en el silencio de la madrugada, escuché un sonido constante en la calle que no pude identificar, hasta que por la ventana vi a un soldado barriendo una calle limpia en medio de la penumbra y el hielo de las 4:00 a.m. No me atreví a ofrecerle algo caliente; ni siquiera a hablarle: temí que le dieran un castigo peor.
Ya no estamos en guerra. El Hospital Militar dejó de reportar soldados heridos por el conflicto armado, pero ni este presidente ni el anterior han cumplido la promesa de campaña de desmontar el servicio militar obligatorio. Por eso muchos jovencitos que jugaron con carritos hasta hace pocos años siguen hoy encerrados, lejos de sus familias, obligados a portar fusil, a levantarse en la madrugada, a bañarse con agua fría, a raparse, a hacer lagartijas, a responder “sí mi cabo” cada vez que les hablan y a barrer calles a las 4:00 am. Soldados desconocidos muertos en vida.
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