Todo empezó como una gripa normal: tos, congestión nasal, debilidad. ¿Será una exageración buscar una prueba de covid-19 con lo saturado que está todo por este pico de pandemia? O por el contrario ¿Será irresponsable no hacerse una prueba, justo ahora con el contagio tan elevado?
Decidimos hacernos la prueba.
Vamos a Sánitas con doble tapabocas y malestar general. En la portería nos dicen: “esperen ahí”, o sea al sol, en la calle. Luego de un rato nos dejan entrar a pagar la cita (¿qué pasa con quien no tiene dinero para la cuota moderadora?) y nos anuncian que nos atenderán en 4 horitas. (¿Cuántos desisten de la prueba por una antesala tan larga? ¿por qué el sistema de salud habla en diminutivo?) Mientras esperamos circula gente con tapabocas en distintas ubicaciones: solo a algunos les cubre la nariz. Nadie limpia las sillas que otro desocupa ni desinfecta los baños cuando sale un posible positivo. ¿Somos un posible positivo contagioso? La médica ordena dos pruebas: de una salen los resultados en dos días y de otra en cuatro. Mientras tanto debemos aislarnos.
¿Aislados cada uno en un cuarto durante 14 días? ¿quién cocinará? ¿qué hacer con la ropa? Pasan dos días y el resultado no llega. De la EPS anuncian una visita domiciliaria que no ocurre pero tampoco cancelan. Llaman a diario y hacen las mismas preguntas: ¿edad? ¿ocupación? ¿sufre enfermedades? El Excel que evidencia eficiencia en el seguimiento a la pandemia podría titularse “la banalidad de la salud” y para llenarlo bastaría leer mi historia clínica. La llamada sobra: es una lista de chequeo que excluye la pregunta: “¿cómo se siente?”. Podría responder “ansiosa”, “cansada” o “preocupada”, pero estas casillas no están previstas en el formato. La salud mental, ya se sabe, es irrelevante en nuestro sistema.
Con los días dejan de llamar: piden colaborar llenando la encuesta vía chat.
Ser paciente es llenarse de paciencia. Soy mala paciente. El resultado se demora y sentirse enfermo es una disonancia entre el cuerpo y la mente: la mente quisiera aprovechar el tiempo para leer, ver una película, escribir, y el cuerpo solo quiere dormir y toser, toser y dormir.
La familia y compañeros de trabajo están pendientes. Una amiga deja moringa en la puerta y mi hermana brownies. Tres brownies detonan una fiesta familiar. Para celebrar suena Rafaella Carrá. Bailamos, cantamos, nos agitamos. La enfermedad también es eso: recordar lo poco que se necesita para sentirse completo.
(Nota mental: enviaré comida a domicilio cuando haya un enfermo cercano).
Al cuarto día llega el resultado: él negativo, yo positiva. ¿Será porque él tiene dos dosis de la vacuna y yo apenas una? ¿cómo estaría sin mi dosis? ¿cómo si me hubieran vacunado cuando el Minsalud dijo ya podíamos ir los mayores de 45 y perdí el viaje porque “usted aún no aparece priorizadita en el sistema. Eso debe ser para Bogotá”?.
Le cuento a mi hija que tengo covid-19 y ella responde con sintética claridad: “tengo miedo”.
Compramos un oxímetro para monitorear el nivel de saturación de oxígeno en la sangre. (¿qué pasa con quienes no tienen dinero para comprarlo?) 90 es la cifra límite: por debajo hay que ir al hospital. A veces marca 92 y a veces marca 87. Cuando pierdo el examen me doy la oportunidad de repetirlo hasta pasar raspando.
Teletrabajo, chateo y trato de seguir con la vida normal aunque en casa todo esté patas arriba. Veo noticias: 112 mil muertos por covid-19 en Colombia y 160 mil casos activos. El mío es suave: sin necesidad de oxígeno y con síntomas que no pasan de una gripa fuerte, con dolor de cabeza y pérdida del gusto y el olfato. Por fortuna estoy entre los más de 4 millones de recuperados que pasamos por 14 días de alerta y aislamiento. Desde el principio de esta pandemia se dijo que la escasez de UCIs obligaba a enfermarnos por turnos y esta semana me tocó. Ojalá a ustedes, amables lectores, les llegue pronto la posibilidad de vacunarse para evitarse el virus y el contacto con EPS que entienden la salud como un trámite y no como un derecho.
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