Dice la politóloga Sandra Borda que nuestro periodismo internacional es provinciano. No importa si la noticia es el origen del covid-19 en Wuhan, las inundaciones en Nueva York o la masiva evacuación en Kabul: la tarea del reportero colombiano consiste en ubicar a otro colombiano que narre su tragedia. No bastan los miles de afectados: lo nuestro es darle micrófono al compatriota.
Quizás sufro de una malformación derivada de esa costumbre de buscar lo local en lo internacional, pero conecto nuestro proceso de paz con dos noticias recientes: la orden de arresto contra el escritor Sergio Ramírez en Nicaragua y la muerte de Abimael Guzmán en Perú el pasado sábado.
«Adiós Muchachos» es un libro entrañable en el que Sergio Ramírez narra cómo se cocinó desde adentro la revolución sandinista, con sus intrigas, sus juegos de poder y sus apoyos en otros países, entre los que no aparece Colombia. Es un testimonio que cuenta los vericuetos que los llevaron desde la clandestinidad hasta el triunfo militar en Managua en 1979 y la ilusión que encendieron en otras guerrillas del continente.
La revolución subió a Daniel Ortega a la Presidencia y a Sergio Ramírez la Vicepresidencia. Pero los años los distanciaron y hace mucho Ramírez tuvo que añadirle un prólogo a «Adiós Muchachos», para explicar la mutación política que sufrió el sandinismo, hasta encarnar aquello que sus compañeros derrocaron hace cuatro décadas. El delirio dictatorial de Ortega lleva años, pero se exacerbó en los últimos meses con la sucesión de detenciones arbitrarias de todos los candidatos presidenciales. La más reciente afrenta, pero no la última, es la orden de arresto para el Premio Cervantes Sergio Ramírez, quien a sus 79 años recibe este atropello como una condena de destierro. Un triste momento para un sueño que derivó en violencia y exclusión, y que hoy divide a Nicaragua en dos países: el de los opresores y el de los oprimidos.
Un caso distinto fue el de la guerrilla peruana, que no terminó en el palacio presidencial sino en capturas y condenas a cadena perpetua. En «La cuarta espada: la historia de Abimael Guzmán y Sendero Luminoso» el escritor Santiago Roncagliolo explica que el «Presidente Gonzalo» fue un hombre hermético, reacio a las entrevistas; alumno brillante de derecho y profesor destacado, hasta que en 1980 se convirtió en la cabeza de Sendero Luminoso, la guerrilla que nació luego del triunfo sandinista y le declaró la guerra al Estado peruano hasta 1992, el año en que Fujimori exhibió enjaulado a Abimael Guzmán y declaró la derrota militar de esa guerrilla.
Lo poco que se sabe de Abimael viene de sus textos delirantes, que citan a Mariátegui, Mao y Stalin, maldicen el revisionismo de Nikita Kruschev y de Den Xiao Ping y califican como blandos al Che Guevara y a Fidel. Además de sus escritos, por él hablaron sus métodos: desde colgar perros muertos en los postes de las calles de Lima hasta incentivar el uso de piedras y machetes, a falta de armas de fuego. El conflicto peruano causó 69.000 muertos y la mitad se atribuyen a Sendero Luminoso.
Como acá, la otra mitad no fue espontánea: se le achaca a militares y paramilitares de la época de Fujimori y Montesinos, que tanto influyó en nuestras campañas electorales. Abimael Guzmán murió luego de 29 años de prisión, cumpliendo una cadena perpetua. Jamás mostró arrepentimiento ni pidió perdón a las víctimas, como tampoco lo ha hecho Fujimori, quien paga una condena de 25 años de prisión. El modelo de penas duras no logró reconciliar al país: las recientes elecciones mostraron que persiste la división sobre cómo leer el conflicto que en teoría terminó hace tres décadas, al punto que el gobierno está encartado con el cadáver de Abimael Guzmán: si lo entierran su tumba será lugar de peregrinación, porque el culpable delincuente es para otros es un revolucionario.
Las violaciones dictatoriales en Nicaragua y las fracturas políticas en Perú evidencian que la negociación de paz que condujo al desarme de las Farc ofrece un modelo transicional que vale la pena proteger: el reto está en lograr que el posconflicto no parta al país en dos.
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