Con su ceremonioso pasar de hojas el calendario me arroja de nuevo en el conocido 01.01. Esta vez con un 2019 al final. La fecha configurada en mi celular se transformó. No mucho ha pasado y esta entrada es hija de la desidia que me producen estos inicios de año, pues, como no me canso de repetir: no hay otro camino que atender a las convenciones sociales y escribir sobre ellas. Es decir todos hablan de los mismo y yo no voy a escaparme de ello. Sobre todo, porque este no parece ser un inicio de año cualquiera. Si lo es, se debe a que hasta ahora me fijo en la forma en la cual este pueblo perdido en las estribaciones de la cordillera de Los Andes celebra el inicio del nuevo año.
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Salí a trotar a las 7:00 a.m. del primer día del año. Lo hice con la esperanza machacona del año-nuevo-vida-nueva y con la cábala de iniciar con mis retos personales desde ya (puede ser que mientras usted lee esto, yo sigo luchando para el 3 o 4 de enero o el 20 de noviembre, seguir cumpliéndolos). Lo importante no es mi marcha poco dinámica por las calles del Pueblo haciendo “jogging”, sino lo que vi.
Sigo sin saber si ello fue real o tal vez aún seguía dormido y este texto no es más que una fabulación y por tanto usted, hipotético lector, también lo es. Como decía, no sé si lo que vi es real o no. Vamos al momento. Imagínese la escena con una cámara subjetiva estilo Gaspar Noé: la imagen salta, pues yo (o sea usted) voy trotando. El entorno es sucio, paredes manchadas, calles dañadas; unos cuantos vidrios rotos y (aunque usted no lo pueda oler) un aroma a verduras podridas. Estamos en los alrededores de la plaza de mercado del Pueblo y vamos (usted/yo) con cierto pálpito de que este nuevo año nos trae algo raro, una especie de sustancia densa y amorfa. Nos llegan sonidos lejanos, canciones mezcladas de despecho, algo estilo “¿por qué tenías que ser tan Tirana?” con “Adiós amor me voy de ti y esta vez para siempre” . La cámara sigue saltando. La respiración es cada vez más agitada y, súbitamente, como si el Pálpito se hice carne, literalmente carne, vemos una escena pavorosa.
Carajo. Ojalá pudiese detener la película ahí, detener la grabación, pero ya es tarde. Hemos conjurado los pasos para no parar este filme.
En lo que íbamos: vemos una escena pavorosa. De inmediato recuerdo (¿o recordamos?) a Daniel Caicedo con su Viento Seco. Lo que estamos apreciando parece sacado a rastras de sus líneas. No podemos hacer un flashback para entender lo que pasa; esto no es una película de Lynch. Lo que vemos es lo que hay: un hombre, una mujer, un golpe seco, un grito, una mancha roja sobre el asfalto resquebrajado, un machete y un trozo de carne que cae.
¿Qué pasó? ¿devolvemos la cinta? ¿no nos quedó claro? Es mejor volver. Lo que acabo de ver es una muestra clara del Mundo Después Del Año Nuevo: un hombre borracho hasta la pecueca de sus botas de caucho le ha cercenado el seno izquierdo a un mujer; de un solo tajo. Ya no pude ver más. Corrí, ahora sin intención de ser fitness, sino con la firme convicción de estar lo más lejos posible de la sangre del seno cortado.
En esa huida de la supuesta realidad, abrí mis ojos y me percaté de este Mundo ciberpunk postaño nuevo: adultos caídos sobre el andén, untados de vomito; niños llorando en los portales de sus casas; ancianos con las ropas desgarradas. Música a todo volumen, sangre, gritos, llantos. Yo corro y este Mundo se amplifica mientas yo me disminuyo.
¿Será que esta mierda siempre ha sido así o es que este Nuevo Año me abrió a machetazos los ojos para ver la decadencia y podredumbre humana?
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