Andrés Rodelo
Apenas ayer (mea culpa) pude ver Sin Mover los Labios, de Carlos Osuna. Me da mucha tristeza expresar esto hoy, cuando pude hacerlo tan solo días después de su estreno en el país y haber contribuido (creo ingenuamente) para que otros la vieran en Manizales.
En todo caso, que no sea un impedimento para reflexionar sobre una de las propuestas más radicales que el cine colombiano ha visto en los últimos años. Un puñetazo en el rostro del espectador, furioso, enfermo. Un grito desquiciado ensordecedor y fascinante a partes iguales, un taco de dinamita directo al terreno más complaciente, cómodo y digerible de las salas de cine.
Osuna agarra a la audiencia por el cuello y la 'zamarrea' hasta conducirla por un espectro de emociones que van de la risa a la pena ajena, del desprecio a la compasión, de la tensión a la catarsis, de la asimilación al desconcierto. Obra en descomposición permanente, en la que se intuyen reminiscencias como el Rey de la Comedia (1982), de Martin Scorsese, el cine de Guy Maddin y el de David Lynch, y que alcanza el clímax de su experimentación y riesgo en el último tramo.
Poco importa a estas alturas del metraje: cualquier punto de referencia, cualquier arista en la cual refugiarse, cualquier pista para trazar una vía de entendimiento a este sinsentido. Un circo elefantiásico que, con todo y sus imperfecciones lógicas, se asemeja más a una nave espacial que (nadie sabe cómo) terminó aterrizando en el panorama del cine nacional.
“No entendí nada”, decía alguien ayer mientras salía de la función, justo antes de que yo ingresara. ¿Para qué entender cuando puedes sentir? Y la película de Osuna me hizo sentir muchas cosas.
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