Andrés Rodelo
Dunkirk es una película que vale la pena ver, pero no es la obra maestra que tantos promulgan a los cuatro vientos. Lo más decepcionante es apreciar cómo una cinta de un estilo insobornable (en su primera hora) va cediendo terreno a las pretensiones de un producto más digno de la peor faceta de Hollywood.
Eso sí, lo que hacen Christopher Nolan y su equipo en este primer tramo es intachable. Una apuesta decidida por concentrar los objetivos en la tensión de la Batalla de Dunquerque, un asedio durante la Segunda Guerra Mundial de los soldados alemanes a las tropas británicas, acorroladas en un perímetro de una playa francesa.
Al cineasta británico le interesa más el suspenso que precede al 'boom' en lugar de las consecuencias últimas y materiales del mismo, es decir, accionar un arma, lanzar un torpedo o bombardear con aviones. Hacer de la sangre y las explosiones un espectáculo grandilocuente lo trae sin cuidado, por lo menos en esta primera fase.
En cambio, el foco está en la angustia que antecede a la caída de la bomba y no en los efectos provocados por la misma, hasta el punto de que la destrucción surge luego de forma desnaturalizada, carente del valor épico y desproporcionado que nos vende la guerra de los trucos baratos made in Hollywood. Aquí se opta mejor por un tono sobrio, antiespectacular y desdramatizado.
Solo hasta esta película me percaté de lo difícil que es derribar un avión disparando desde la cabina de otro, cuando en otras vuelan por los aires al contacto de una bala. Eso habla muy bien de su realismo. El miedo se respira en el aire y la tensión te consume a medida que la observas, sembrando un nudo de ansiedad desde la garganta hasta la boca del estómago.
Una experiencia inmersiva, cual si tuvieras casco, equipamiento y botas. Nolan te ofrece sentir la guerra en cuerpo y alma, no verla desde una barrera blindada y con crispetas.
Decepción
Entonces llegan los 46 minutos finales y nada más pertinente para definirlos que esta joya del argot popular: “Borró con el codo lo que escribió con la mano”. Porque, como les decía, a partir de este punto se deshacen los pasos dados con decisiones que representan todo lo contrario a lo logrado en el metraje previo.
1) La música de Hans Zimmer. Si en la primera parte sorprende la utilización de las disonancias, la melodía al servicio de incrementar la atmósfera de tensión (con el sonido pulzante del reloj en el fondo), en esta última alcanza unos volúmenes inexplicablemente desmedidos. Más que convertirse en un vehículo para potenciar la emoción, resaltando moderadamente lo ocurrido en el plano (como ocurría minutos antes), aquí el nivel de subrayado en la relación música-acciones dentro de la historia te saca de la película. Del tono prudente y discreto pasamos a un resaltado musical digno de los peores blockbusters.
2) Aclaro, yo con el patriotismo no tengo problema. Lo que me saca de casillas es el cliché y hay clichés para todos los temas: el patriotismo, el amor, el desamor, la superación, el deseo. Cuando unos botes británicos llegan a la costa de Dunquerque, un oficial pregunta qué son. A esto, el general interpretado por Kenneth Branagh se manda los binoculares a los ojos y luego con one-liner en boca (frases contudentes del cine, dichas en el momento justo) responde: “Nuestro hogar”.
Seguidamente, la música de Hans Zimmer sube hasta la estratósfera para atiborrarnos los tímpanos. Suena una melodía que recalca el heroismo, la valentía, el honor y la gloria británica de estos botes que llegan para rescatar a los soldados. A ver, creo que perdí la cuenta de la cantidad de veces que he visto la misma escena. Lo que sí recuerdo es el nombre para definirla: patriotismo barato.
3) Estructura dramática. Si es una película de Nolan ya sabemos que habrá triquiñuelas de por medio en el aspecto narrativo. ¿Se acuerdan de Memento, El Origen, Interestellar? Sí, en el ADN de este cineasta hay una obsesión por narrar rompiendo las convenciones. Aquí también hay un intento de ello, aunque con novedad: se siente que por primera vez no está tan limitado por las camisas de fuerza que establecen estas estructuras. Al contrario, posee más margen de acción para contar los hechos, el relato no está tan condicionado por este armazón narrativo. Un Nolan más clásico que moderno, para entendernos mejor.
Pero allí es donde surge el inconveniente: precisamente por ello es que la estructura se siente accesoria, gratuita. Nada le aporta al conjunto. Si quitamos estos letreros del principio que sitúan las tres líneas temporales desde donde se despliega la narración, la cinta queda intacta. Hay puntos de contacto entre dichas líneas, cómo no, pero realmente el valor de la obra no radica en ellas. Al final no eran tan importantes como creíamos, ocupando un lugar secundario del largometraje. ¿Para qué incorporarlas si, en últimas, da igual que estén allí o no?
4) El final. No revelaré nada sobre el cierre de Dunkirk. Solo diré que la solemnidad y la grandilocuencia típicas de Nolan habían brillado por su ausencia hasta ese momento o, por lo menos, no habían asomado de manera tan descarada. Pues luego surgen en ese intento tan suyo y poco disimulado de escurrir las lágrimas de la audiencia hasta situar los niveles corporales de agua en el 0% (fíjense en el final de Interestellar). El contraste es total con respecto a la insinuación y la sutileza previas, una lástima ante las razones para el entusiasmo que ofrece la primera mitad.
Irregular es la mejor forma de definirla y, antes de que me malinterpreten, no estamos ante una película desechable. Vale la pena verla, con todo y sus metidas de pata. Eso sí: de haber continuado por la senda inicial, Nolan sería hoy el artífice de una obra maestra. De eso ni la menor duda.
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