Alejandro Samper


La sala de redacción de un periódico es un ecosistema frágil. Allí conviven especies que de manera constante adaptan sus hábitos para no ser devorados por las exigencias del mercado, la evolución de las audiencias, la angustia de los accionistas y el desespero de los dueños del lugar. Nadie quiere ver desaparecer este espacio, pero no se conoce la fórmula para salvarlo.
El periodista, cual anfibio, muta para cambiar su piel, su canto e incluso su sexo con tal de sobrevivir haciendo lo que mejor sabe hacer: reportear. Lo viví y lo padecí en los diez años como editor de Q’HUBO Manizales. En esa década (del 2007 al 2017) vimos la explosión de las redes sociales, la aparición de las tabletas, la evolución de los teléfonos inteligentes y cámaras digitales, lo que nos obligó a cambiar nuestra forma de trabajar. Cada vez más rápido, más exigente, más inmediato.
Movimientos como #MeToo y la nueva conciencia que hay sobre el feminismo, lo afro, lo indígena… nos hizo comprender situaciones que tal vez antes podían ser normales y no lo eran. Nos llevó a repensar la información, los contenidos y asumir nuevas perspectivas. Incluso, modificar la forma en que nos comunicamos.
Todo esto hay que hacerlo mientras se agotan los recursos. Para comenzar, una sala de redacción nunca está completa; siempre hay alguien de vacaciones, de licencia o incapacitado. Esto obliga a que la carga laboral del equipo se incremente. Se echa mano de la creatividad y recursividad para suplir esa ausencia sin que los lectores y el día a día del trabajo lo sientan. Pero al alterar el ecosistema se corre el riesgo de considerar que esa persona sobra y se haga una reestructuración.
A pesar de los esfuerzos, desde la gerencia hasta quienes trabajan en la impresión, pasando por los voceadores y vendedores de suscripciones, continúa el desangre de lectores. En todo el mundo sucede. Entonces se buscan culpables: circulación señala a la redacción, estos al departamento comercial, quienes responsabilizan a producción, que insultan a los de la web…
El problema, sin embargo, no es de ninguno. O quizá es de todos por ser el engranaje de un modelo que parece obsoleto. El romanticismo de lo que era el periodismo - nicho donde se forjaron plumas como Gabriel García Márquez o Svetlana Alexievich - desapareció. Hoy día es más fácil que salga de la sala de redacción un youtuber que un potencial premio Nobel. Las dinámicas sociales prefieren un video informativo en formato trailer sobre lo ocurrido en Chernóbil que un reportaje de 400 páginas.
La solución tampoco parece estar en que llegue un mecenas. El multimillonario Jeff Bezos compró The Washington Post (WaPo), movida que dejó un regusto a cabildeo. A que el fundador de Amazon usará este medio para presionar decisiones gubernamentales referentes a manejo de datos e información de ciudadanos en la internet.
El número de lectores y suscripciones del WaPo se incrementó (145% en un año), a pesar de cobrar por leer las noticias en su portal de internet. Pero no fue así como Bezos transformó este medio en una empresa que factura cerca de USD $10 millones diarios. Lo hizo torciéndole el pescuezo al sindicato de periodistas. Agobiando a los más experimentados, al punto de hacerlos renunciar para contratar jóvenes por salarios bajos y sin mayores prestaciones (https://bit.ly/2Ml687k).
El objetivo es generar mucha información y navegar las redes sociales con el fin de alcanzar mayor audiencia y tomarle el pulso a esta. Es detectar qué historias se deben desarrollar y cuáles dejar entre el tintero, basándose en algoritmos. La relevancia se mide según el impacto que pueda tener, no en si el contenido es noticioso.
Y así andamos, dando palos de ciego para encontrar una salida a la crisis que viven los medios de comunicación. Unos creen que está en cobrar por el acceso a la información, lo que me parece bien. Otros buscan socios inversionistas. Que los financie el gobierno de turno o el empresario exitoso, y terminan por ceder en cosas que atentan contra la libertad de expresión, fomentan la censura, mezclan intereses particulares y dejan a un lado los colectivos.
Jugar con esto es comprometer la credibilidad del medio. Es verter material radioactivo y secar las aguas de las que se alimenta ese frágil ecosistema que es una sala de redacción. Y uno no sabe qué o quién pueda salir de ahí.
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