Guillermo O. Sierra


Del afán solo queda el cansancio. Eso se lo escuchaba a mis padres y a mis abuelos. Seguramente ellos también se los escucharon a los suyos. Cada vez veo que les asiste la razón (como tantas cosas que nuestros queridos viejos decían y siguen diciendo). El asunto se vuelve complicado: hoy todo nos parece rápido y terminamos sufriendo las consecuencias de la velocidad. Los días se nos vuelven cortos, el tiempo pasa y acabamos refunfuñando que no alcanzamos a hacer todas las tareas que debíamos realizar. Cobra vigencia la sentencia de algún humorista que dice “ahora sí, prácticamente se acabó la semana.”
La rapidez de los acontecimientos nos seduce y a esta seducción sucumbimos. Pero lo más grave de esta seducción es que aprendimos a “pensar” de afán, o lo que no es lo mismo, pero es igual, a no pensar. Quizás por ello, en muchas ocasiones nuestras actuaciones son incoherentes: pensamos una cosa, decimos otra y actuamos de manera distinta. Los medios de comunicación y las tecnologías de la información nos acogotan y nos vigilan de manera sistemática. Estamos a merced del marketing mediático: la llegada de Amazon, Facebook y Google nos dan una idea de la situación actual.
Cuando de pronto tenemos un momento de “descanso” y dejamos de considerar lo urgente para centrarnos en lo realmente importante, aunque no podemos dejar de sentir una cierta nostalgia por lo que pudimos haber hecho y no hicimos, creemos poder respirar con un cierto alivio. Sin embargo, el tiempo -y sin darnos cuenta- continúa su marcha y nos dice “¡a la carga!” Y otra vez, lo relevante queda relegado para cuando tengamos tiempo. John Lennon tenía razón: “La vida es aquello que te va sucediendo mientras estás ocupado haciendo otros planes.”
Con todo, lo más grave es, como lo dije, que pensamos desde los prejuicios, solo desde las emociones; y nos volvemos irrazonables, no asumimos nuestras actuaciones con prudencia, con sindéresis. ¿La excusa?: no tenemos tiempo. Ni siquiera caemos en la cuenta de que probablemente lo que nos están diciendo no es verdad. No interpretamos. ¡A qué horas! Frente a esto quiero decir que tenemos que aprender a pensar despacio: pensar es mucho más que recibir, consumir. Pensar es leer y leer es trabajar. Es caminar sobre las palabras, catarlas, rumiarlas (como diría el filósofo alemán Nietzsche). Las palabras de los otros traen su propio código y debemos encontrarlo. Las palabras se dicen en contextos, pertenecen a los contextos, habitan los contextos, es decir, los sentimientos, los saberes, las experticias de quienes las pronuncian, y por eso, debemos hallarlos, buscarlos. Y esto no se puede hacer de afán.
Esta época de elecciones es también de grandes decisiones, debemos tomarla con calma. Hay que pensar despacio. Hay mucho en juego, como para dejar pasar la oportunidad de hacer un alto en el camino y escuchar con atención. Las palabras, los discursos, los sueños, las esperanzas de todos recorren las calles, los barrios, las ciudades, los territorios, y debemos estar atentos a lo que nos dicen y a lo que interpretamos y decimos. Que de nosotros no salgan palabras hueras, vacías, sin sentido.
Que de nuestra razón y de nuestro corazón salgan palabras cuidadosamente fabricadas, elaboradas, detenidamente pensadas. No alimentemos la desesperanza ni matemos los sueños. Que los demás oigan que pronunciamos palabras decentes, honestas, leales. Mejor lo dice el poeta Aurelio Arturo: “Nos rodea la palabra/ la oímos/ la tocamos/ su aroma nos circunda/ palabra que decimos y modelamos con la mano…”.
Anhelo que las palabras nos inviten a pensar despacio. La época nos necesita.
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