ALFONSO OSPINA TORRES
COLPRENSA | LA PATRIA | BOGOTÁ
La historia de Colombia como República bien puede resumirse en 206 años de tropezones con el único anhelo de vivir en paz.
Porque es difícil encontrar en la vida de nación independiente un periodo de al menos 30 años durante los cuales no haya habido algún tipo de conflicto entre grupos armados. Y la de paz no es una situación que conozca la inmensa mayoría de quienes hoy la habitamos, pues ya son 52 años ininterrumpidos durante los cuales las Farc se han mantenido en insurrección contra el Estado, dejando una dolorosa estela de muerte, desplazamiento, injusticia y destrucción.
Así que al hecho ocurrido ayer a las 11:36 de la mañana, en el Teatro Colón de Bogotá, no le cabe adjetivo distinto al de histórico. Porque el acuerdo para poner fin al conflicto armado, firmado entre el presidente, Juan Manuel Santos y el comandante de la guerrilla, Rodrigo Londoño (Timochenko), se convierte en el paso inicial para ponerle fin a esa mácula de violencia y trabajar hacia un país diverso y en el que no haya espacio para asesinar a los contradictores.
Pero en otro capítulo de esa historia extraña que ha escrito el país, el momento pasó en un ambiente muy ajeno a las sensaciones que debería transmitir la trascendencia de lo ocurrido.
Lo resumió bien en un Twitter la periodista y asesora del Gobierno en comunicaciones de paz María Alejandra Villamizar: “Es verdad que sentimos que se fue la magia, pero es real que esto es excepcional. Nos queda creer”.
Así fue, magia no hubo. La magia se agotó en la semana transcurrida entre el 26 de septiembre y el 2 de octubre. La de la montaña rusa de emociones que empezó con la algarabía de la primera firma de la paz con las Farc y terminó en la confusión del triunfo del No en el plebiscito.
Esta vez no hubo nada del carnaval cartagenero de septiembre. Ni palomas al vuelo, ni salvas, ni multitudes vestidas de blanco esperanza, ni encuentro de culturas. Nada. Menos, invitados internacionales, desfile de mandatarios, delegaciones y dignatarios de organismos multilaterales políticos y económicos.
Fue más bien una mañana anodina. Un día más de trancón en el centro de Bogotá, exacerbado esta vez por el cierre de todas las calles, dos cuadras a la redonda del Teatro Colón.
Estaban anunciadas marchas de apoyo y de rechazo al Acuerdo Definitivo y montadas dos pantallas gigantes en la Plaza de Bolívar para seguir el acto protocolario. Al final, llegó un grupo reducido de entusiastas del Sí y no más de un puñado de activistas del No. La Plaza, tan frenética en distintas jornadas en los últimos tres meses, no fue ocupada ni en su tercera parte y al mediodía volvió a quedar vacía, superada la escasa euforia de la paz por los afanes del almuerzo.
Creo que ese sentimiento es generalizado. Se firmó el acuerdo, por fin; esto es histórico, pero han pasado tantas cosas y han quedado tantas dudas, que uno no se siente pleno. Llegando al Teatro Colón lo resumió el general retirado de la Policía y negociador de paz Óscar Naranjo, cuando le pregunté cómo sentía el momento: “Muy contento, pero la procesión va por dentro”. ¿Por qué? “Porque uno se sorprende con algunos dirigentes de este país, esperemos que todo sea para bien”. Y me lo confirmó, esta vez a la salida del recinto, Lucho Garzón, exfuncionario del Gobierno y reconocido activista por la paz: “Hay que seguir apoyando esto, pero manteniendo bajo perfil”.
Porque nadie saca pecho, nadie puede decir con seguridad qué pasará con este Acuerdo de hoy a unos meses, nadie en el fondo tiene la certeza de que lo firmado sea “Estable y Duradero”.
Esperanza
Y sin embargo, ahí está la esperanza. Otra marca indeleble del espíritu colombiano. Quizá esta vez sí sea. Quizá este acto del 24 de noviembre del 2016, tan austero, tan corto, tan sin brillo, resulte el efectivo, el que acabe de una buena vez con la manía de dirimir los conflictos a machete o a balazos y nos marque la senda para construir un país en que sea más fácil y más seguro vivir.
Para justificar esa esperanza, Rodrigo Londoño, en su discurso, volvió a pedir perdón a las víctimas de las Farc, manifestó respeto por sus adversarios y remató con una invitación “a convivir en la diferencia, a que nunca más haya un muerto por causas políticas y a que la palabra sea la única arma que nos permitamos usar los colombianos”.
También lo hicieron las palabras del presidente, Juan Manuel Santos, unos minutos más tarde: “Veamos en este un momento de cambio, de transformación, que nos permita creer en un mejor mañana, no con la exigencia de lo inalcanzable, sino con la certeza de lo posible. Trabajemos juntos, superemos las diferencias, démonos la oportunidad de convertir este sueño en realidad”.
Y siguió alimentándola la voz y la cadencia de Cecilia Silva Caraballo, la cartagenera que cerró el acto de firma de la paz con otro toque cultural bien colombiano en el escenario del Colón. Porque cuando cantó Violencia, la cumbia de José Barros, nos volvió a acordar que Colombia es un país tejido por sus tragedias, sus talentos y sus esperanzas sin límites.
Destacado
800 personas presenciaron en el Teatro Colón de Bogotá la firma del segundo Acuerdo Final de Paz con las Farc. El acto duró solo 45 minutos.
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