Aún estoy unida a tu placenta por una atadura ineluctable.
Y cuando mi juvenil rebeldía volaba plácida con el viento,
tu fragancia penetraba en mis poros
y rompía mis tendones hasta desangrarme.
¿Qué insondable enigma hay en el bálsamo
que ocultas en el interior de tu seno?
Porque hueles a recuerdos y a melancolía.
Y gimen las huellas que en tu memoria han plasmado
la simiente eterna que arrullas inerte en tus sepulcros
y la que ya no duerme en el amparo de tus cunas.
Un día mis ojos cansados de tu rostro
partieron para navegar en crepúsculos extraños;
pero nunca hallaron en ellos
los purpúreos corintos y bermellones arreboles
que mayestáticos penden de tu vanidoso cuello
ni tampoco hallaron el sublime encanto
del violáceo tono de tu piel cuando los días envejecen.
Entonces, mi ser lejano y palidecido de invierno
traspasó el denso velo que nos separaba,
y regresé para contemplar en las tardes
la mística tristeza que derrama ese profuso llanto
que cuelga de las telarañas de tu techo.
No sé si me extrañas como yo te extraño;
pues extraño el oscuro velo con el que cubres
tu corazón de luto mientras tus niños sueñan.
Porque eres tan taciturna cuando te vistes de estrellas
y cuando aún dormida abres un ojo para vigilar
a los traviesos fantasmas que vagan como peregrinos
y también a los que acechan siniestros
en los desolados rincones y recovecos de tu casa.
Estoy tan lejos que mi voz ya no te alcanza,
pero aun así no se apartan de ti mis pensamientos;
porque está tu esencia incrustada en la médula de mis huesos,
y en los muros de tus entrañas
se escribió mi historia con siglos de gozo y lágrimas.
Hoy eres más vieja que en los años muertos
Y brilla en tu cabello el plateado color del tiempo.
Y aunque las oquedades de tu sinuoso cuerpo
siguen ataviadas de pobreza,
y antaño las llamas tu carne consumieron,
tu grácil hermosura ostenta la prodigalidad
con la que te han revestido los nuevos años de renacimiento.
Tierra augusta que creciste como una diosa
coronada con la majestad de tus ciclópeas montañas
y la impetuosa llama de tus volcanes milenarios,
regia despliegas el blanco esplendor
de la legendaria perla que imponente se erige en tu cabeza.
Madre que aferras los hijos a tu vientre.
A aquellos que has parido
y a los huérfanos y desterrados que también tus pechos
han amamantado con leche de sol y luna.
Por largo tiempo me ceñí en una simbiosis contigo
que te dejó firmemente anclada en el núcleo de mi alma.
Tierra de aguerridos e intrépidos titanes,
en el exuberante follaje, que vestía
tus verdes y fecundas laderas,
se labraron los sueños de aquellos
cuya férrea esperanza luchó para engrandecerte
y para la honra de tu glorioso nombre.
Han sido ellos llamados tus hijos y también tus padres,
han sido ellos llamados tus generaciones.
Y a ti amada tierra, que ardes como fuego entre mis venas,
te he llamado madre porque fuiste engendrada
con la fuerza y el sudor de mis abuelos.
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