Me complace mucho estar hoy aquí, porque no hay mejor sitio para realizar una tertulia que el Ágora, un lugar que invita a la conversación, para que #HablemosDeLibros.
No sé si a todos les pase igual, pero yo tengo plena conciencia del primer libro que leí: se trata de Cinco días perdidos bajo tierra, que, maltrecho, lo conservo todavía. Un grupo de lobatos mexicanos se perdió en una cueva y la obra cuenta las vicisitudes y actos heróicos que vivieron durante ese tiempo. Me llamó la atención porque yo era también lobato y me sentí identificado. Tenía unos siete años.
En mi casa siempre hubo libros. Mi mamá es una lectora consumada. Estaba suscrita al Círculo de Lectores y siempre había por ahí textos para leer. De hecho, en mi casa había biblioteca y durante muchos años yo creí que esto era normal en cualquier vivienda, pero luego me enteré de que esa riqueza de los libros era excepcional.
A mis hermanos y a mí nos leía textos de la enciclopedia Mis primeros conocimientos, esa de lomo rojo y franja negra, en donde aparecían todos los misterios que uno quería saber. También recuerdo que iba a la tienda de don Francisco Ramírez y me compraba unos cuentos pequeñitos amarillos, versiones resumidas de los grandes clásicos de la literatura infantil, que costaban como a dos pesos.
Luego vinieron los libros de aventuras: Bufalo Bill, Dick Turpin, Los Tres Mosqueteros y sus secuelas, El visconde de Brageloine, La isla del tesoro, Robinson Crusoe, Los mares del sur y esa maravillosa obra de todos los tiempos que es El conde de Montecristo, que para mí sigue siendo una novela moderna. Muchos más. Generalmente en el cumpleaños siempre me encimaban un libro.
En mi casa estaba completa la colección de Agatha Christie y continué con Sherlock Holmes. Desde ese momento me aficioné a lo que hoy llaman con desdén novela negra, que no es otra cosa que historias de detectives, en las que hay variaciones y de todo, buenas, regulares y malas. Siempre quise escribir este tipo de narraciones, pero no tengo habilidades para eso. Siempre me salen historias juveniles, recuerdos de tiempos maravillosos. También lo intenté con las novelas de vaqueros, inspiradas en don Marcial La Fuente Estefanía, que mis tíos y mi papá devoraban con fruición.
Empecé entonces a entrar a las historias de los superventas: Harold Robins, John Grisham, Robert Ludlum, Irving Wallace todos los nombres promocionales del Círculo con historias de mundo, y me aficioné. Pero fue definitivo en mi gusto por la lectura la aparición de la serie de Best Sellers de Oveja Negra, en la que se publicaban los libros de las películas y ahí entendí que lo que a mí me gusta es que me cuenten historias, me pasa en el teatro, en el cine o en los libros.
Cuando empecé a trabajar como mesero compré mi primer libro de ensayos: No somos solo de este mundo, un libro en el que el autor alemán Hoimar Von Ditfurth plantea que ciencia y religión no se excluyen ni contradicen. Claro, épocas de inquietud espiritual. Tenía algo de filosofía, algo de teología, algo de ciencia y vi que había otras maneras de contar cosas interesantes. También me metí de lleno en la poesía, porque quise ser poeta. Declamé hasta que olvidé unos versos de Barbajacob frente a todo el colegio. En mi casa había unos libros largos y delgados que contenían a los grandes autores. Me encantaron los románticos y me perdieron para siempre, porque me mostraron que todo poeta de amor es siempre sospechoso. Tampoco pude tener un nivel aceptable en esto, a pesar de la cantidad de malos versos que escribí y escribo de vez en cuando. Como este:
NI MODO
-"Me gustaría..."
Lo dices así, incierta,
en modo subjuntivo.
No haces caso a mis consejos
de prometer amor,
con seguridad,
en modo indicativo.
Ni modo, ni lo uno, ni lo otro.
La realidad nos advierte
que esta fantasía nuestra
se escribe en futuro imperfecto.
Intenté meterle diente en esos años juveniles a la literatura latinoamericana y no pude. A duras penas me leí El coronel no tiene quién le escriba, Huasipungo, La María y El túnel, este el único del que quedé prendado y que leo cada año con religiosidad. Luego me metí de lleno en la literatura de Andrés Caicedo, como todo buen adolescente.
Fue en la universidad en donde me di cuenta de las carencia que tenía sobre escritores de este lado de la tierra. Y me puse a la tarea de leer el boom. Llegué con retraso, pero ya no pude separarme de ellos, principalmente de García Márquez. El primero que leí fue Cien años de soledad y ya lo he leído tres veces, pero a partir de allí seguí con Vargas Llosa, que me costó más, pero lo superé, Fuentes, Asturias, Onetti y otros. Confieso que nunca pude con Rayuela en su conjunto, aunque tiene pasajes extraordinarios, porque los libros también son despiezables, y no solo ese. Puede no gustarte completo, pero sí una línea, un párrafo, un personaje, una palabra, un título o hasta una carátula.
Con el tiempo me he dado cuenta de que en la literatura tengo los mismos gustos que en la música, de todo un poco. Salto de la poesía al ensayo, de la crónica periodística, a la novela histórica, de autores postmodernos a clásicos, de ciencia ficción a biografías y testimonios, de cuentos infantiles a literatura erótica. No estoy seguro de que eso me haga un buen lector, tal vez solo quiero acumular lecturas, que no siempre disfruto. Pero es que todos tenemos nuestros defectos. Yo tengo una manía, que es la de terminar todo libro, por malo que me parezca, con la esperanza siempre de encontrar algo rescatable. Son muy pocos, escasos, los que comencé y dejé tirados.
Al final lo que me gusta es leer. Alguna vez estaba en medio de varios escritores y llegó un amigo a saludarnos: "hola, escritores". Yo respondí: ellos, escritores. Yo solo aspiro a ser lector profesional. Más tardé en terminar de responder que en arrepentirme por lo dicho. Si contra algo lucho todos los días es contra volverme un crítico o, peor, criticón. Quiero seguir entrando a los libros con la inquietud de lograr algo bueno y de disfrutarlos, pero mucho me temo que a medida que se aprenden estructuras, se logran inmersiones en técnicas, se detalla en las construcciones, estamos mucho más cerca de aburrirnos más rápido, como he visto que les pasa a muchos aficionados del cine. Les gusta tanto, aprenden tanto, que ya no le ven gracia casi a ninguna película. El día que eso me suceda habré perdido el gusto, y es lo último que deseo.
No puedo dejar de hablar de las obras periodísticas. Poco a poco empecé a disfrutar de los libros de grandes autores. Primero los de García Márquez, de nuevo; y luego Germán Castro Caycedo, Kapuschinski, la nobel Svetlana Alexievich -que confieso ya me aburre un poco-, Jon Lee Anderson, Alberto Salcedo, Leila Gerriero, Tom Wolf, Bob Woodward, tantos otros que han sabido trascender en el periodismo de la página diaria a las obras maestras.
Últimamente ando encarretado con los japoneses como les he contado en mis columnas: Murakami, Kawakami, Tanizaki, son solo una muestra de ese grupo selecto. Las sutilezas de su lenguaje y la variedad de temas, además de la creatividad o la profundidad con la que abordan cada libro son un atractivo al que provoca adentrarse sin miedo. A los japoneses llegué por un libro titulado Cuentos e historias del antiguo Japón, mítico, como Las mil y una noches, que sigue siendo una sabrosura devorable cada que se le mete diente.
Entonces me dio por escribir. Empecé por hablar de libros de periodismo y pedía por ahí canoa en Papel Salmón para que me dieran espacio. Luego me le medí a entrevistar escritores y descubrí que lo disfrutaba, sigue siendo lo que más me gusta hacer en el periodismo, además de cazar corruptos.
Era temeroso para comprometerme con una columna a tiempo completo, pero recordé a mi amigo Roberto Vélez Correa, uno de los tantos que le heredé a Orlando Sierra, quien escribía reseñas en el Papel Salmón. En esa época él llevaba la columna y el libro, entonces yo aprovechaba para leerlo, con las claves que él daba en sus escritos y fui descubriendo que era menos complicado de lo que parecía. Era simplemente contar las sensaciones propias frente al escrito y, bueno, Roberto sí sabía de literatura y se metía en berenjenales complejos, pero difícilmente hablaba mal de una obra o de su autor. Me gustaba su estilo.
Hace un par de años le pregunté al escritor manizaleño Jaime Echeverri, autor de esa novela ácida contra Manizales llamada Corte final, cómo ser un comentarista decente de libros. Y me dijo que solo fuera honesto, que dijera lo que había provocado en mí la obra, y desde entonces intento cumplir con ese objetivo. Cada rato me preguntan si me leo un libro a la semana, y lamentablemente debo confesarles, que no, que para poder cumplir con las entregas me leo más de un libro a la semana, porque algunos no los reseño. Si no encuentro algo para destacar, prefiero no hablar mal de ellos, pues en mi casa me enseñaron que si uno no tenía nada bueno que decir de algo o alguien, mejor no lo diga. Obvio, eso no lo aplico en mis columnas de opinión que son otra cosa.
Siempre sugiero leer a los autores próximos. Manizales tiene los mejores escritores nacionales por metro cuadrado: los ensayos de Orlando Mejía Rivera y sus novelas, las obras premiadas de Octavio Escobar, las apuestas arriesgadas de Adalberto Agudelo, la poesía de Maruja Vieira o de Antonio María Flórez, las novedades de Adriana Villegas y Gustavo López o la historia de Albeiro Valencia o de Pedro Felipe Hoyos, o los divertimentos de Pablo Rolando Arango o José Jaramillo Mejía, entre muchos otros. Por malos que sean algunos libros de autores caldenses me propongo siempre leerlos, porque además es mi trabajo, si quiero entender un poco qué pasa con nuestra literatura.
Hace poco escribí el prólogo para el libro Desde el café del parque, un libro de cuentos escrito por otra de mis grandes influencias en la lectura: mi tío Alfonso, el profe de español de toda mi generación y el mayor conocedor de la obra de Alonso Aristizábal, su mejor amigo. Allí escribí esto:
"Mi tío Alfonso, el autor, es un estudioso de la literatura; fue tal vez la primera persona que me explicó que leer es mucho más que entender lo que dicen los libros. Sus años como docente sirvieron para influir en generaciones enteras. Nunca he escuchado a nadie un reproche para él, sino agradecimientos y admiración por su manera de ser profesor, con profesionalismo y respeto por el estudiante, algo que en nuestra época se usaba poco".
Porque también en esto de la lectura tiene mucho que ver el ejemplo. Muchas personas se me arriman y me dicen: "es que mi niño no lee" o "qué hago para que mi niño lea, que no le gusta". Siempre le devuelvo la pregunta: "¿Y usted lee?" Generalmente la respuesta es que no. Entonces bueno es empezar por nosotros, no hay que leer a ritmos vertiginosos, no hay que leer a los más conocidos, no importa qué o a quién, pero mientras le saquen gusto, lean. Incluso a Cohelo o a Fernando Vallejo. Tampoco estoy de acuerdo con quienes creen que leer nos hace superiores a los demás, menos en el mundo de hoy, cuando hay tantas maneras de leer: los espacios, los letreros, los chats, las páginas web, las películas.
Obvio, los nostálgicos seguimos amando el libro por el placer del objeto, pero no importa si se hace en las pantallas, pero que se lea. La única manera de ampliar el conocimiento es con la lectura o con los viajes, y por caros que parezcan, los libros siempre salen más baratos que los tiquetes aéreos. Así que siempre mi recomendación es animarse a leer: qué tal Padura mostrándonos La Habana, o Giogonda Belli recorriendo Managua, o Jeremías Gamboa dándonos un paseo por Lima; o Guillermo Martínez que nos asoma a Bahía Blanca o Buenos Aires; o a Raúl Vallejo llevándonos por Guayaquil. Esa magia de la literatura que nos permite soñar con esos lugares que luego esperamos recorrer, con libro en mano.
También hay que leer a colombianos, no solo los famosos Héctor Abad Faciolince, Juan Gabriel Vásquez o Jorge Franco, sino también a Antonio García Ángel, a Piedad Bonet, a Pilar Quintana, a Margarita García Robayo, a Pedro Badrán, a Pablo Montoya, a Philipe Potdevin, a Enrique Serrano, a ese maestro de la literatura infantil y del erotismo que es Triunfo Arciniegas, a Olga Behar, a los fallecidos R.H. Moreno Durán, Roberto Burgos Cantor, Álvaro Mutis y se me olvida una cantidad que pueden ustedes encontrar aquí en las vitrinas.
Me llama la atención el efecto que tiene la columna. A veces me llama Leo o me paso por aquí, casi a diario, y me cuenta Ana que alguien se acercó a comprar un libro porque leyó mi reseña. Eso me hace sonrojar porque mi opinión es tenida en cuenta y seguramente a otras personas les puede parecer que esa obra de la que yo hablé bien le parezca insulsa o que esa que pude haber criticado con acidez la considere mucho mejor. Ese es un riesgo, por eso no intento sentar cátedra, sino dar mis opiniones y ojalá no coincidan con las de otros, para que de esa manera siempre podamos tener una excusa para que #HablemosDeLibros.
Muchas gracias a Ágora por la invitación y a ustedes por su presencia y su paciencia.
FERNANDO-ALONSO RAMÍREZ
28 de marzo de 2019.
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