DE BLANCA ISAZA DE JARAMILLO MEZA
LA PATRIA | MANIZALES
Ya has visto, Aida, cómo estos triviales recuerdos de infancia ha quedado también en la historia de la ciudad; muchas veces te ha conmovido, la simplicidad de vida pueblerina y has pensado con asombro cómo los chicos de esas épocas nos contentabamos con tan poco; la Navidad no era este agobiador intercambio de obsequios muchos de ellos inútiles y costosos, esta fiesta multitudinaria y ruidosa que mezcla lo místico y lo pagano, que hermana el merecumbé con los villancicos, que bien puede decorar la geografía elemental de los pesebres con el hongo mortal de la bomba de hidrógeno, que tiene un poco de carnaval interpuesto en la dulzura de la creencia cristiana, que desequilibra el presupuesto familiar y que es siempre un leve camino de recuerdos para volver a la niñez; no; la Navidad nuestra era hogareña, simple y grata; los pesebres no eran de plástico sino de helechos y musgos recogidos por nosotros mismos en los campos cercanos; las estrellas no venían manufacturadas en serie sino que las teníamos que hacer con papeles plateados; era una cosmonogonía más humilde y más alejada de la realidad que esta de ahora estilizada y técnica: no hay que hacer una erogación apreciable para adquirir un completo sistema planetario: para hacer las florestas que hoy vienen primorosamente trabajadas en virutas y sedas de colores, sembrábamos con mucha anticipación trigo o maíz en tarros de lata que colocábamos bajo cajones en el sótano de la casa; allí crecía pálido, parejo y translúcido por la falta de sol; eran como mínimos bosques de juguetería labrados en ámbar.
No venían en ese entonces las casas, las iglesias, las construcciones de baquelita para formar los arbitrarios pueblos de las colinas de cartón de ese Belén de nuestra infancia; nosotros habíamos de ingeniarnos para hacerlas pintandolas con las acuarelas del colegio y poniéndoles el tejado con la envoltura acanalada de los frascos de Emulsión de Scott; con papel cristal de cajetilla de cigarrillos imitábamos el vidrio de los pobre ventanales, que nos quedaban por cierto a pocos milímetros del alero de las casas; eran harto discutibles nuestras habilidades en la arquitectura; no teníamos el sentido de las proporciones ni de la perspectiva y siempre los patos de celuloide que poníamos a navegar por los quietos lagos de espejo, nos quedaban más grandes que los árboles de las orillas; los caminos de aserrín no conducían a ninguna parte y por ellos viajaban los automóviles de latón y los pastores y los asnitos de felpa hasta el propio nivel de las cascadas hechas de algodón desmenuzado; en ningún pesebre nos podía faltar la cascada; ese Tequendama de artificio nos parecía el colmo de la elegancia y del buen gusto.
Nuestros pesebres tenían muy pocas figuras místicas; al ángel que colgábamos en el portal le faltaba un ala; nosotros se la imitábamos de papel rizado o le tapábamos el hombro mútilo con la pañoleta de una nube; como nos faltaba el buey y no teníamos sino la mula, a una inocente oveja de pasta le ajustábamos dos cuernos de parafina; de todo colocábamos en aquella ciudadela de musgo de ilógica factura que alzábamos en un ángulo del comedor; muñecos viejos, piedras, matas, estampas de la primera comunión, animales recortados de los libros de estudio, pollos de peluche, maromeros de madera, cuanto cacharro hallábamos a mano. Por intuición sabíamos que el Niño Dios había nacido cuando la nieve caía sobre el paisaje bíblico que anunciaron los Profetas, y desentendiéndonos del trópico hicimos siempre en nuestro pesebre una espléndida nevada de corazón de arboloco y de algodón. Nos faltó durante muchos años la hechicería decorativa de la luz eléctrica; nuestro pesebre se alumbraba con velas; no fueron pocos los conatos de incendio en aquel pueblo mínimo de helechos y de papel.
Una noche, después de haber colocado entre sus pajas al Niño Dios que nos inspiraba una honda ternura, nos acostamos satisfechos de nuestra obra; todo estaba en orden y nos parecía lindo; pero a la mañana siguiente vimos con espanto que por el pobre pesebre parecía haber pasado un ciclón, uno de esos vendavales del Caribe que tienen nombre de mujer.
Indagamos la causa de aquel destrozo, no fue necesario hacer prolijas averiguaciones; allá adentro, junto al Niño estaba el gato que nos miraba con las linternas de ágata de sus ojos burlones: sobre el lomo de azabache llevaba restos cándidos de nuestra cascada y en el bigote erecto flecos de nuestra arboleda de trigo niño. Lo que sí puedo asegurarte, Aída, es que en ese entonces era más alta y pura la plegaria.
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