Sergio Villamizar D.
LA PATRIA | Colprensa | Bogotá
“Cuando alguien quiera regalarme algo, que en verdad me guste, puede darme un buen disco, porque la gran pasión de mi vida siempre ha sido mi familia y la música”, así lo aseguraba Jaime Llano González, un maestro de la música colombiana, quien falleció en la mañana de este lunes.
Durante varias décasdas vivió en el ocidente de la Capital del país, en una casa grande que le quedó pequeña para su colección, la cual es tan grande (acetatos, discos compactos y cassettes), a tal punto, que jamás se atrevió a contarla.
Fueron más de 55 años de coleccionando música, casi seis décadas de actividad profesional, aunque afirmaba que podrían haber sido más, porque las dificultades que se le presentaron en el comienzo de su exitosa carrera fueron muchas.
“No estudié porque en ese entonces sólo se enseñaba piano clásico en el Conservatorio. Mi ilusión era tocar la música colombiana en un instrumento que sonaba muy bonito. Entonces, nunca tuve un profesor porque no había quien tocara música popular en piano u órgano”, explicó en su momento Jaime Llano González.
Fue una época difícil para él, seducido por ese instrumento, pero con la barrera de los puristas, quienes afirmaban que el piano y el órgano sólo podían ser utilizados para interpretar piezas clásicas.
Pero con esa rebeldía que poseen los jóvenes inquietos, llenos de ganas de hacer cosas diferentes, en ocasiones sólo por el simple hecho de llevarle la contraria a los mayores, y casi de manera autodidacta, aprendió a tocar el órgano, adaptando la extensa partitura de la música colombiana a este instrumento musical.
El maestro recordaba que la música le gustó siempre, y que esta afición la heredó de su madre, una importante maestra de piano de Titiribí, Antioquia, su pueblo natal, quien enseñaba piezas clásicas a sus alumnos, mientras que pasillos y valses al pequeño Jaime.
El tocar pasillos fue sólo el comienzo de esa fiel relación que duró toda la vida. “Eran sólo los primeros ejercicios, cuando mi madre vio que dominaba este tipo de ritmos, pasamos a los bambucos, que son más complicados, pero con un atractivo especial para los músicos”.
Además agregaba: “Mi madre me enseñó que para tocar música colombiana era absolutamente necesario tocar tiple, porque era el que le daba el sabor colombiano”. Finalmente, el tiple le gustó, por eso siempre intentaba que estuviera en sus discos, casi con la misma importancia que el órgano.
Amor a primera vista
El amor por el órgano nació en una pequeña visita que hizo a Bogotá, a un almacén donde importaban instrumentos. Allí lo vio, lo escuchó y simplemente no volvió a dejar de pensar en él.
En la Universidad de Antioquia empezó su carrera de Medicina, la que abandonó a los dos años por dificultades de diferente índole. Por eso, a principios de la década del cincuenta, del siglo pasado, empacó maletas y viajó rumbo a la Capital para probar suerte en una ciudad donde la competencia entre profesionales del órgano era intensa.
Eso sí, pese a los años en la fría Bogotá, en su casa todas las costumbres eran paisas, donde no faltaban los frijoles, las arepas y el aguardiente, el cual solía tomar, sagradamente, antes de ir a la cama.
Reconocía que tuvo momentos difíciles para adaptarse a la vida en Bogotá, y por un tiempo vivió en Pereira, donde las costumbres eran parecidas a las de su tierra natal. Allí trabajó
en una emisora, pero viendo que no podía levantar cabeza, regresó a Bogotá.
En medio de su trabajo como vendedor en un almacén de electrodomésticos, cada tiempo libre lo dedicó a conocer el órgano, por dentro y por fuera. Tocarlo y tocarlo, experimentar con nuevas formas y adaptar cientos de partituras a él, lo que lo llevó a ser considerado el mejor organista colombiano, lugar que conserva porque no tiene rival.
Primera oportunidad
“No más sé tocar tres piezas”, le dijo Jaime Llano a su primer empleador como organista, en el bar La Cabaña, quien lo escuchó y lo contrato para que tocara los fines de semana.
Fue allí donde conoció a Julio Sánchez Venegas, director de la Voz de Colombia, quien lo llevó a tocar a la emisora. Las oportunidades empezaron a aparecer, conoció a la cantante Berenice Chávez y al maestro Oriol Rangel, congeniando a tal manera que al poco tiempo conformaron un conjunto musical. Todo esto sucedió en 1956, cuando asumió la dirección de la Orquesta Nueva Granada, acompañando al desfile de artistas que ocupaban los micrófonos de
la emisora del mismo nombre.
Luego trabajó por 14 años en Radio Santa Fe en un programa en vivo llamado ‘Fantasía’. “Era tocar todos los días en vivo y en directo junto a otros músicos, donde teníamos que presentar siempre un repertorio nuevo, lo que nos permitió explorar por una buena parte del folclor andino colombiano”, comentó.
Fue uno de los invitados de honor a la inauguración de la televisión colombiana, y constantemente aparecía en espacios como ‘Los Maestros’, ‘Reportaje a la Música’ y “Embajadores de la Música Colombiana’, programas que exaltaban la música colombiana, y que ya no existen casi en la pantalla chica nacional.
Según Jaime Llano: “no difundimos nuestra música”, lo que atribuye a diversas razones, de orden económico o de rating, que para él son básicamente disculpas, como la falta de patrocinio del Estado.
“La radio sólo pasa música extranjera, y el legado musical colombiano es muy amplio, pero no hay espacio alguno para él, y el Estado no lo protege. La música colombiana no es sólo vallenato como muchos nos quieren hacer creer”, aseguraba el maestro
antioqueño.
Compuso algunas piezas, pero su fuerte es la interpretación. “Me siento muy satisfecho tocando la música de grandes compositores. Me enorgullece hacer populares composiciones
inéditas que de otra manera quedarían anónimas”, aseguró.
En el disco
El maestro Llano González no llevaba el número exacto de discos grabados, decía que eran cerca de 66 o 68 producciones discográficas. “He sido afortunado porque las fabricas de discos me han apoyado siempre y el seguir haciendo sus conciertos y presentaciones”.
Mientras que la buena salud lo acompañó, seguía tocando horas y horas sin problema alguno, como el órgano que adquirió en 1945, que mantenía en la sala de su casa y que utilizaba para grabar sus discos y realizar sus conciertos.
Le encantaba saber que era uno de los mayores representantes de la música colombiana, pero reconocía que la única manera de que dicha música no muriera, era a través de las emisoras nacionales. “Si la gente no la oye, no la va a conocer. No hay esta colaboración. Además, tenemos una gran debilidad por lo extranjero”.
“Es ante todo, un problema de educación”, sostenía. Explicaba que en nuestra cultura, lo primero que se les enseña a los niños es el ‘Happy Birthday’ en inglés, nunca una canción colombiana.
El “Organista de las manos de seda”, como se conocía, era bastante humilde ante el título, y decía: “son términos que busca la gente. Tal vez es porque al órgano no se le puede golpear como al piano, que es de percusión; éste se acaricia”.
Se separó del instrumento del órgano en el 2012 cuando fue internado en la Fundación Santa Fe, ubicada en el norte de Bogotá, cuando fue diagnósticado de un coágulo en el cerebro. De ahí en adelante, el olvido fue su presente, empezó a dejar de reconocer a la gente, sus amigos y seres queridos, e incluso, dejar de lado sus amados teclados.
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