Andrés Rodelo
LA PATRIA | Manizales
Don Hernán López escruta los límites de El Congal con la mirada. Desde una pendiente señala el terreno de la vereda de Samaná (Caldas) y evoca los contornos de un poblado que ya no existe.
“Ahí había una casa grande, en donde mataron a dos primos. Aquí abajo la inspección de Policía, arriba la casa en donde conocí a mi esposa. En esa loma mataron a mi papá”, recuerda con tal lujo de detalles que la aldea parece cobrar vida, alzándose sobre los despojos a los que se redujo cuando los paramilitares la quemaron en el 2002.
Su dedo continúa despertando visiones hasta posarse sobre la nueva escuela, ya no un producto de la memoria, sino tan real como el poncho que luce sobre los hombros o como su nieta Sofía, que estudia allí.
Antes el interés era escapar del horror, convertirse en desplazado de las balas con tal de sobrevivir. Hoy el anhelo es el opuesto: regresar a El Congal, como lo hace la gente desde el 2014, dispuestos a enfrentar con amargura las ruinas de lo que fue, pero animados por sanar las heridas de la tierra con nuevos cultivos y fantasear con lo que será.
Cerca de 25 personas viven hoy en el caserío, nada comparado con las 52 familias que lo habitaron. Ante la llegada de más campesinos reabrieron la escuela para los niños de la zona y de las veredas aledañas, golpeadas por la guerra y que también empiezan a repoblarse.
La Secretaría de Educación de Caldas la construyó sobre los escombros de un salón del antiguo colegio, el único que quedó en pie tras la quema. Cuenta con servicio de restaurante escolar, pero no con transporte. “Mi hija se gasta dos horas caminando. Ojalá nos manden un carrito”, comenta Emilsen Delgado.
Siete horas separan a Manizales de la vereda. Se viaja hasta el municipio de Norcasia y luego hasta Florencia, corregimiento de Samaná.
Durante el camino, la sensación de alejarse de la civilización aumenta: hombres que conducen sin casco motos, despreocupados al recorrer una tierra en donde el brazo de la ley brilla por su ausencia, carreteras tan destapadas como solitarias. Los perros descansan sobre ellas tranquilamente.
Hay tres murales en la cafetería Rápido Tolima, de Florencia, pintados en 1981. En uno, un campesino se aferra a la rama de un árbol, mientras abajo lo asedian un cocodrilo y un tigre, metáfora premonitoria del aprieto que vivieron luego los pobladores, cuando las autodefensas y la guerrilla de las Farc se ensañaron con la población.
“Las personas llegaban al parque, desplazadas de las veredas cercanas. Cogían leña y cocinaban ahí. Un día había 4.000 personas”, cuenta don Ubaldo, de 67 años, quien atiende en el local.
De allí se toma la carretera a El Congal: 26 kilómetros de terreno rocoso, asaltado en diferentes tramos por aguas que se precipitan desde la montaña. En el horizonte está la imponente selva de Florencia: montes tupidos de vegetación tropical, coronados en unos puntos por capas de neblina y en otros por chorros de luz que se filtran por las nubes.
Son las 7:00 a.m. La presencia de niños anuncia que la escuela está cerca. Van ataviados con morrales y calzan botas pantaneras. Pisan con cuidado mientras pasan cerca de zonas acordonadas: 'Peligro minas'. Artefactos sembrados por los grupos armados ilegales cuando perpetraron su régimen de terror y crueldad.
Yeisy Milena Hernández, de 24 años, sostiene una fiambrera metros más adelante. Su hijo, Carlos Andrés Zabala, de 5 años, come afanado los fríjoles con arroz que ella le da con una cuchara. Los pasa con un chocolate envasado en una botella de plástico. “Abra pues, papi, que ya vienen los niños”, le dice.
Carlos Andrés se une al grupo y desciende una pendiente hasta llegar a El Congal. La escuela es un bloque de un nivel, ubicado en una planicie, que contrasta con los escombros grisáceos y rojizos del entorno por sus colores verde y blanco. El profesor Carlos Alberto Ortiz se prepara para la jornada escolar.
“Cuando me trasladaron no dudé en venir. Aquí la gente es muy amable y hay mucho por hacer. Nuestra necesidad más grande es un acueducto. Lamentablemente esta zona está abandonada por el Gobierno”, señala el maestro.
Para adelante
“¿Qué pasó allá?”, le preguntan a Juan de Dios Grijalba, de 13 años, mientras le señalan las ruinas de la iglesia de la vereda. Se encoge de hombros y sigue jugando canicas. Muchos de los 21 niños de la escuela son ajenos a la violencia que vivió El Congal. Sus padres la padecieron y, en ocasiones, les hablan de ella.
Álvaro Andrés Agudelo, de 11 años, sí contesta: “Ahí era la capilla. La quemaron. Mi padre me lo contó. Él pasó por aquí cuando estaba la guerrilla”. El interés de don Álvaro por compartirle esta crónica dolorosa es evitar que se repita, siempre insistiendo en la moraleja de la historia: “Papi, usted no puede coger esos caminos”.
“Queremos la paz, porque vivimos la guerra en carne propia. Es muy duro que nos digan que la persona que hizo tanto daño no va a pagar nada, pero queremos seguir con esta tranquilidad. Si ese es el granito de arena que tenemos que aportar lo pondremos con gusto”, afirma Jhon López, presidente de la Junta de Acción Comunal.
Una paz que comienza por cada uno, añade Jhon. Las clases toman sus palabras: 'Mi familia es donde aprendo mis primeras normas para convivir con las otras personas', escribe el profe Carlos en el tablero de la escuela.
Yo quiero ser...
Responden
- Fabio Hernando Arias, secretario de Educación de Caldas: “Les haremos un comedor. Haremos el censo para determinar dónde están los niños y les pondremos transporte escolar”.
- Carlos Arturo Agudelo, gerente de Empocaldas: “La Gobernación y el Gobierno Nacional definirán unas necesidades en los sectores golpeados por el conflicto armado. El Congal está en la lista. Hay que esperar. Llevarles agua seguramente será un tema de primer orden”.
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