Pablo Mejía


No puedo entender la cantaleta del expresidente Uribe desde que le dio por denunciar que el gobierno actual adelantaba contactos exploratorios para unas eventuales conversaciones de paz. Lo mínimo que esperamos los ciudadanos de cualquier dirigente es que se preocupe por solucionar ese problema tan fregado, el cual mortifica nuestra sociedad desde hace marras. Porque a partir de que los criollos espantaron a los chapetones a principios del siglo XIX ninguna generación de colombianos ha convivido en paz y tranquilidad; el bochinche se inició con la bronca que se tenían Bolívar y Santander, lo que degeneró en sucesivas guerras civiles y escaramuzas diversas.
En el siglo pasado se recrudeció la división política cuando godos y cachiporros se empeñaron en eliminar a quienes militaran en el partido contrario. En los pueblos existía mayoría de un color político y se estableció que a quien no perteneciera a esa colectividad le daban una muenda a punta de plan, con machetes y peinillas, a modo de advertencia para que abandonara la localidad; de no acatar el mensaje, con seguridad su cadáver amanecía en una cañada. El desplazamiento forzoso existe desde hace mucho tiempo, hasta llegar a las alarmantes cifras actuales.
Durante mi primera infancia, en el barrio Estrella, la palabra muerte no existía ni en la televisión. Los menores no veíamos noticieros ni nos interesábamos en las conversaciones de los adultos, y nos entreteníamos jugando en la calle. Hasta que una nochecita, tenía yo unos seis años, un sicario asesinó a don Floro Yepes cuando llegaba a su residencia, localizada diagonal a la abundancia Alaska. A esa tienda íbamos varias veces al día porque quedaba a escasas dos cuadras de la casa y apenas cundió la noticia nos fuimos a noveleriar; por fortuna los adultos presentes impidieron que nos acercáramos y procedimos a devolvernos a que alguien nos explicara qué era lo que había sucedido. Porque en nuestras inocentes mentes no cabía la posibilidad de que un ser humano matara a otro.
Poco tiempo después nos trasladamos a vivir al incipiente barrio La Camelia, cuyas residencias podían contarse con los dedos de las manos, y allí el lugar para ir a comprar el mecato era la tienda Milán, de don Manuel López, localizada al frente de donde funcionó hasta hace unos años la portería del Batallón Ayacucho. Guardo en la memoria una imagen impactante de cuando fuimos un día a la tienda, al caer la tarde, y en la puerta del batallón se detuvo un camión que cargaba varios cadáveres; todavía recuerdo los chorreados de sangre seca en la parte de atrás del vehículo.
Y claro, como la curiosidad de los niños es ilimitada, todas las tardes visitábamos el lugar para ver qué lográbamos pillarnos. Por ese entonces el gobierno del presidente Guillermo León Valencia (1962-1966) arremetió contra los grupos insurgentes que sembraban el terror y teñían de sangre los campos del país, la llamada violencia política. Para acabar de satisfacer nuestra inquietud por saber más al respecto, descubrimos en un clóset de la casa un libro que mi papá tenía escondido y cuyo título era La violencia en Colombia. Allí podían verse fotografías de las matanzas; cadáveres con el llamado corte de franela, que consistía en decapitar al finado y ponerle la cabeza entre las piernas; o el terrorífico corte de corbata, donde le tasajeaban el cuello a la víctima y por ahí le sacaban la lengua. Además aparecían los grupos de bandoleros encabezados por Guadalupe Salcedo, Sangrenegra, Chispas, Desquite, el longevo Tirofijo que dio guerra hasta hace poco, el Capitán Venganza y otros bandidos famosos. También les decían chusma o pájaros.
Lo que sí vimos por televisión, en una de las escasas transmisiones en directo que se hicieron en la época, fue el cerco que le hizo el ejército al bandolero Efraín González en un barrio de Bogotá, a donde llevaron todo su arsenal incluido un tanque de guerra, y solo después de nueve horas de intenso tiroteo lograron eliminarlo. Pasó el tiempo y en nuestro país empezamos a oír hablar de Farc, Eln, Epl, Quintín Lame, M-19 y tantos otros grupos que nos han mantenido en vilo durante todos estos años.
Y como la esperanza es lo último que se pierde, al menos ahora tendremos un chance de que las cosas se den y quién quita que por fin logren ponerle fin al conflicto armado; si se pudo con el M-19... Imposible que el gobierno se deje meter los dedos en la boca como sucedió en El Caguán, y debemos estar preparados porque las guerrillas arreciarán sus ataques para llegar fortalecidas a la mesa de diálogo; porque sin duda quedaron debilitadas después de la Seguridad democrática de Uribe. Toca pues hacer borrón y cuenta nueva, aceptar que ambas partes deben ceder en algunos puntos y dejar atrás odios y rencores.
Ojalá los negociadores mantengan discreción para que no empiece todo el mundo a opinar, algunos sectores de la prensa a sembrar cizaña, muchos políticos a atravesarse para llamar la atención, etc. Porque de lograrse un arreglo con los grupos insurgentes, solo nos quedaría combatir a los carteles de la droga, la piratería terrestre, el robo a oleoductos, jaladores de carros, carteristas, fleteros, sicarios, asaltantes de bancos, falsificadores, abigeos, timadores, extorsionistas… mejor dicho, hasta los inofensivos roba gallinas.
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