Jorge Raad


Desde los ancestros del ser humano este se considera libre en su trajinar, solo limitado por el ambiente y sus capacidades físicas y mentales que paulatinamente se fueron modificando en sus condiciones esenciales mediante el alimento y la relación con otros, incluyendo los animales, para avanzar en los territorios que tenía a su alcance y lograr que los escenarios que le permitía la tierra le fueran proporcionando otras características dentro del concepto de evolución de la especie. Todo se llevó a cabo durante millones de años, hasta llegar al reconocido Homo sapiens, que es como se identifica actualmente a la persona.
Los cambios en la estructura física, las capacidades mentales y los aspectos espirituales de los seres humanos han sido la base para llegar hasta una persona con intereses, ya sean grupales o individuales, que corresponden a cada uno de los habitantes que han vivido o viven en el planeta, a través de los cientos de milenios.
El concepto del respeto por la persona y sus aficiones es incontrovertible hoy. Sin embargo, no siempre es acatado en toda la extensión a la que tiene derecho el ser humano. Jamás como un privilegio ni como un merecimiento, ya enunciados.
Por ello, resulta imposible que una afición, cualquiera, deba ser reglamentada por la Constitución y decidida en los fueros de las cortes. Las aficiones pueden tener compromiso físico o eminentemente intelectual o espiritual o combinaciones de ella. Cualquiera de ellas merece que quienes la practican tengan la oportunidad de realizarla de acuerdo a los delineamientos que le impone la misma afición. Las aficiones tienen diversas y profundas causas que solo le competen cada persona.
Un aficionado a la lectura buscará leer por los múltiples medios que existen lo que es de su agrado, con ello no se opone a nadie ni es enemigo de nadie. Otros no leen y eso es respetable, aunque no deseable. El lector infringe la ley cuando se apropia de textos en forma ilegal. Ni siquiera la constitución de país democrático puede limitar su libre afición e inclusive en los sitios de reclusión puede disponer de escritos para su lectura y deleite.
Nadie con criterio podrá oponerse a que los aeromodelistas vuelen sus aviones en los sitios adecuados por temor a interrumpir el planeamiento de las aves. Nadie puede excluir un billarista porque el ruido de las bolas puede distraer al comején. Nadie puede oponerse a que un tenista juegue en una cancha sintética por temor a que se eleven pequeñas partículas al golpe de la bola y agreda a los aficionados. Nadie puede oponerse a que los niños eleven cometas porque distorsionan el aleteo de las mariposas.
Sin embargo, se necesitó en Colombia de una ley y de varios fallos constitucionales que les permitieran a los aficionados a los toros tener acceso a la Fiesta Brava, aún con los costos que ello implica. Parecería imposible porque es contra la libertad haber llevado al Congreso y a las Cortes la legalidad de una afición y los derechos que le corresponden al aficionado. La logística de las corridas de toros es otra cosa.
Lo que sí es imprescindible modificar son los eventos que suceden al final de la faena con la muerte del toro en plaza. Los matadores de toros son eso, no son exclusivamente capeadores, banderilleros o muleteros. Las empresas y los aficionados deben ser exigentes con los toreros que consuetudinariamente no matan a sus toros con la ortodoxia y efectividad que se requiere.
Simultáneamente, es necesaria y urgente la adopción de una disminución combinada de tiempo con las veces con la espada o verduguillo para finiquitar al toro. Si no logra la muerte del toro este debe devolverse a los chiqueros para que la empresa o el ganadero dispongan lo pertinente. Hay que evitar los momentos carniceros del matador y del puntillero. Por lo demás: ¡Viva la Fiesta Brava!
Nota: El Maestro Juan Mendoza Vega oyó una salva de aplausos cuando explicó por qué era necesario un Hospital Universitario.
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