Camilo Vallejo


Que “vale la pena apostarle a la reconciliación y la paz”, dice la guerrilla desde allá, desde el monte. En consecuencia, de este lado, algunos retomamos esa tímida ilusión que nos pone a sopesar y a hacer equilibrio con cada pensamiento. Es porque aún entre la decepción por las promesas tantas veces incumplidas, entre el dolor y el rencor, entre la propaganda de guerra de los últimos años, renace un sueño que ya otras veces nos ha cortejado. Y es que así como los colombianos hemos sido invitados a llevar por dentro un guerrerista, que prefiere absolutizar y arrasar con el enemigo, algunos por momentos nos debatimos con un pacifista esperanzado que nos encarna, el cual a pesar de todo sigue creyendo en los milagros.
Pero a todos no les pasa lo mismo. Reaparecen los que exaltan tanto la guerra que llegan a hacer de la paz una enemiga. Se alteran, prejuzgan y dicen que como en el pasado ésta nunca apareció, ni en el presente ni en el futuro existirá. Incitan a no creerle, dizque porque es algo esquivo, utópico, e invitan a un triunfo militar que sí creen certero, indudable. Hablan de la paz dialogada como un error en el que se recae, como si la guerra fuera lo extraordinario y revolucionario de nuestra historia.
Ellos son los que temen, pues saben que la paz dialogada enamora a los colombianos cuando le da la gana. Insisten ellos que es porque este es el pueblo al que lo capan no sé cuántas veces, pero la verdad es que buscan desconocer que siempre, entre cada guerra, muchos terminamos recordando lo que se nos suele olvidar: que al no dialogar por la paz, al mantenernos dizque en pie de lucha, no todos pagamos el mismo precio. Siempre hay un punto en el que comprendemos que mientras unos entierran a sus hijos, otros sacan beneficio con cada bala, con cada baja y con cada pedazo de tierra abandonada. Allí de nuevo la paz se nos hace urgente, se nos vuelve a presentar como la razón de vivir en comunidad.
Cierto es que los diálogos los hemos vivido entre errores: entre mentiras, engaños, secretos, pactos ocultos, montajes, desconfianzas. Por lo mismo, justo cuando las palabras “negociación” y “diálogo” se adueñan nuevamente de los titulares y los discursos, surge la obligación de repreguntarse qué fue lo que hizo falta en el pasado y qué es lo que se requiere para que el gobierno, los armados y la sociedad colombiana se encuentren preparados para intentarlo una vez más.
Algo que ha surgido entre respuestas a estos interrogantes, es el rechazo a la corrupción en la negociación. Se cree que una estrategia puede surgir si ese discurso de la transparencia, tan repetido por el gobierno de Santos, se lleva al plano de una negociación, y si el rechazo que la corrupción levanta hoy en la sociedad se mantiene alerta incluso en un diálogo de paz.
Hemos entendido que “lo corrupto” solo surge en lo típicamente ejecutivo o electoral, en los contratos y los votos; tal vez es porque nos acostumbramos a pensar que se trata solo de violación de leyes. Si llegáramos a reconstruir un significado de corrupción que vaya más allá de lo legal, es decir, que tenga como referente la vulneración de principios y valores en los que creemos, como justicia, verdad, democracia, reparación, las herramientas anticorrupción que surjan, o las que ya tenemos, tal vez puedan revitalizar su papel en un escenario de negociación y de paz.
Que las políticas de transparencia permitan que la sociedad conozca lo que gobierno y actores armados negocian; para que no se traten más las negociaciones como secretos de Estado. Que el control ciudadano y la participación procuren que otros sectores de la sociedad, sentados o no en la mesa, tengan cómo juzgar y rechazar ciertas acciones por corruptas; para que no cualquier tipo de acuerdo sea aceptado. Y que haya estándares anticorrupción que se fijen, para este caso, a partir de los valores que creemos que edifican la paz; para obligar a que las conductas de los dialogantes se mantengan encaminadas al objetivo.
Quizás en un diálogo de paz transparente, sin corrupción, no se repitan la desconfianza ni los engaños de El Caguán, los secretos ni los montajes de Ralito, y mucho menos una aniquilación como la de la UP. Porque no se repite la historia si se inventa un presente y un futuro que escapen a las formas del pasado.
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