Alejandro Samper


Esta semana fueron dos las personas asesinadas a manos de barristas desadaptados. Ambos en Bogotá, ambos del Atlético Nacional (bueno, uno era el papá del hincha verdolaga), ambos a manos de seguidores de Millonarios. Otros más fueron aporreados, uno de ellos -seguidor del DIM- en Bucaramanga. Hinchas del equipo de esa ciudad, que está en la B lo machetearon, le pegaron con palos y piedras, además de los puños, patadas, escupitajos e insultos. Lo que se preguntan muchos es ¿qué tanto tiene que ver el fútbol en todo esto? Pues todo y nada.
Nada porque el marcador de un partido no tiene nada que ver en estas muertes y peleas. Ni el estilo de juego de un equipo. Ni los jugadores fichados. Ni si son troncos o goleadores. Ni el balón. Ni el árbitro. Ni las reglas. Tampoco influye si el equipo está bien o mal en la tabla. O si son de torneos diferentes, como el caso en Bucaramanga.
El fútbol sigue siendo el mismo. Once futbolistas contra otros once que al finalizar el partido se quitan la camiseta, unos cobran sus sueldos millonarios y se van a hacer sus cosas... algunos con las porristas, como los jugadores del Junior.
Pero tiene todo que ver. Los equipos ya no tienen ídolos a seguir. Jugadores ejemplares. La mayoría son mercenarios que besan la camiseta del que más pague. Los equipos son empresas preocupadas en hacer dinero con patrocinadores, con lo que les da la Dimayor por derechos de transmisión y con la venta de camisetas que con un buen espectáculo. Jaime Pineda, socio mayoritario del Once Caldas, es la prueba. Alega que en Caldas lo dejaron solo a la hora de invertir en el equipo. Pero, ¿quién quiere meterle plata a este equipo que juega mal, que está colgado en la tabla y que no tiene el cariño de la gente? Calla este personaje cuando se le habla de lo futbolístico o de las barras bravas.
Y no solo es mal del Once Caldas, es de la mayoría de equipos nacionales. Entonces, como el fútbol no despierta la pasión, esta se trasladó a la tribuna. Como escribió un lector de lapatria.com "el equipo es la hinchada". El espectáculo se trasladó a las tribunas, mientras que en la grama 22 jugadores administran el aburrimiento. Esos barristas van a montar su show -con sus trapos y cánticos plagiados de los hinchas argentinos-, sin la necesidad de ser correspondidos por el equipo que dicen alentar. Si hay gol, bien, se celebra. Pero se celebra más si se roba un trapo de un equipo rival.
Ir al estadio es un pretexto para que algunos jóvenes se reúnan con su parche y desfoguen su energía, sus frustraciones, sus resentimientos. El grupo los hace poderosos. Pero para pertenecer a este hay que pagar. En el caso de Holocausto Norte hay que pagarles a los líderes de la barra por colgar un trapo. Por tener un parche. Incluso por las boletas de cortesía que les dan las directivas del equipo a los capos de Holocausto y que estos revenden. Esto me lo contó un joven que fue barrista y que desilusionado por lo que sucedía en Holocausto Norte decidió salirse de ese cuento.
(Paréntesis: Esta fuente intentó explicarme la importancia del trapo, de los cánticos, de los símbolos que ellos defienden. El fútbol nunca entró en la discusión).
Cancelar el campeonato, como lo propuso el Alto Consejero para los Asuntos de Seguridad y Convivencia, Francisco Lloreda, no acabará a los barristas ni a su violencia. Simplemente los alejará de los estadios para que se desahoguen en otro sector. Castigará, eso sí, a los clubes y a quienes viven del fútbol. Castigará a los equipos que olvidaron su responsabilidad con las ciudades a las que pertenecen. A los directivos desinteresados. A los capos de las barras que tienen su tinglado montado alrededor de los parches. Pero la violencia entre los barristas seguirá, así agarren a alias Toledo (el hincha de Millonarios que asesinó a Pedro Contreras, sargento mayor retirado del Ejército, cuando defendía a su hijo seguidor del Nacional) y lo usen como chivo expiatorio.
Hace unos meses hablé con la secretaria de Gobierno de Manizales, Paula Andrea Sánchez, y conversamos sobre qué se podía hacer para controlar a los barristas en el estadio Palogrande. Le comenté que las leyes ya estaban (está la Ley 1445 del 2011), que los ejemplos en otros países también existían, que solo había que aplicarlos. También le dije que si quería que la comunidad los apoyara en el control a estos grupos, que los hiciera visibles. Que mostrara quiénes son los capos, cómo están conformados los parches. Exponerlos para que, en caso de que hagan algo que atente contra la comunidad, pues se pueda denunciar al sujeto y no a toda la barra.
Para acabar con la violencia en el fútbol no hay que acabar con los partidos. Ni con la venta de camisetas como dijo algún senador. Tenemos que trabajar todos: las autoridades haciendo cumplir las leyes, los clubes dejando la alcahuetería con las barras y el Estado generando oportunidades reales de trabajo y esparcimiento para quienes pertenecen a estos grupos. Y vigilar de cerca esas fundaciones que montan los líderes de las barras para "limpiar su nombre", como el caso de Voces de Aliento en Manizales, investigada por la Fiscalía por falsedad en documentos… pero ese es otro tema.
Las herramientas para acabar con las barras bravas están. También está el dejarlos que se acaben entre ellos y convertirlo en un espectáculo que, con la baja asistencia a los estadios, podría mover la taquilla y encontrar en las funerarias el patrocinio que el señor Pineda tanto desea.
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