José Jaramillo


El proceso industrial colombiano ha cumplido varias etapas. Hasta más allá de mediados del siglo pasado los gobiernos colombianos fueron proteccionistas con los empresarios, para amparar sus ventas de la competencia internacional, por medio de aranceles aduaneros que desestimularan las importaciones, y dándoles estímulos tributarios y cambiarios que los solventaran y fortalecieran. "Hasta ahí vamos bien", como dice mi amigo, don Agapito, una especie de Google del bla bla bla, cuyas afirmaciones sobre todos los temas son "Roma locuta, causa finita". Eso sucede desde la primera cerveza fría y avanza en razones a medida que crece la cuenta. Lo que él diga tiene, como las sentencias de los gariteros, apelación a los infiernos. Pero ese sistema, la protección industrial, estimuló la especulación y, consecuentemente, la inflación. Vino entonces, en el gobierno de Gaviria (1990-1994), la "apertura económica", que abrió las puertas a productos extranjeros que compitieran con los nacionales, en beneficio del consumidor. Entre otras cosas, eliminando un control cambiario imposible de sostener en una economía globalizada. Los izquierdosos, cuyo oficio es oponerse a todo per se, y los industriales afectados, dicen que Gaviria arruinó a los empresarios nacionales. Pero quienes pudieron comprar elementos para el hogar, ropa y otros bienes de consumo, a precios razonables, aplaudieron la medida.
Ahora se les vienen a los productores nacionales, pierna arriba, los Tratados de Libre Comercio. De nuevo los mamertos levantan sus voces demagógicas, al unísono con los empresarios incapaces, "todos a una", como en Fuenteovejuna. Pero pocos reflexionan con cabeza fría y entienden que la industria nacional tiene que volverse eficiente y competitiva. ¿Cómo? Haciendo las cosas mejores y más baratas. Y ¿cómo? Tecnificándose y reduciendo costos. Para empezar, hay que aprovechar la revaluación y las financiaciones que ofrece una banca solvente, para mejorar los sistemas productivos, con equipos y tecnología de punta. Después, dejar de ser fantoches y hacer cursos de humildad para ejecutivos, que renuncien a privilegios extravagantes. Y buscar gente capacitada, con vocación de servicio, que no trabaje para enriquecerse, no más, sino para ser útil. "Uno tiene que saber para qué sirve". No como el abogado que se hace nombrar director de tránsito y transporte de una ciudad capital, gracias a los aportes económicos y a la gestión proselitista que le hizo a una campaña, cuando como transportador apenas sabe manejar carro y como abogado litigante no es capaz de sacar un perro a miar.
Vehículos particulares, blindados, además; choferes que bostecen en los parqueaderos de los clubes sociales, mientras que sus jefes comen y beben; sobre todo, beben. Tarjetas de crédito ilimitadas, para gastar en suntuosidades. Viajes de "estudio e investigación" al exterior, que no son más que turismo de placer. Esos son, entre muchos, muchos, los recortes que hay que hacer a los gastos inoficiosos de las empresas, para que sean competitivas. Porque, finalmente, lo más importante es el beneficio del consumidor.
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