Carolina Martínez


Señor Director, adjunto archivo con nueva foto para que por favor remplace la del pelo largo y el reloj. Esta me la tomé yo misma hace un momento con mi camarita, por lo que le pido disculpas si no cumple con los estándares de calidad de su periódico, pero le ruego la publique así como está. Claro que le agradecería si le pueden hacer un trabajito en Photoshop a algunas arrugas que se me ven algo acentuadas por motivos de baja resolución. Si no se puede no importa, y discúlpeme si esta solicitud causa algún inconveniente, pero es imperativo que sea esta imagen la que salga publicada de ahora en adelante con mi columna quincenal: la otra ya no soy yo.
Ya no uso reloj. En realidad nunca he usado. He comprado varios que me duran una semana y no sé cómo es que cada vez que compraba uno olvidaba el alivio que sentía cuando se dañaban los anteriores. Es como si el tiempo y yo no nos necesitáramos. Los compro solo porque son bonitos y porque me parecen regalados. Hace cuatro años cuando le mandé mi primera columna y usted me pidió que fuera a sus oficinas para que me tomaran la foto -la del reloj y el pelo largo- ese día justamente andaba en el centro de Manizales y me compré el reloj de marras en esas tienditas de chucho que hay por ahí. Y esa fue la primera y la última vez que lo usé. Solo me duró 24 horas y fue el último que tuve. Si esta foto adjunta no le sirve, por favor al menos dígales a sus colaboradores que le hagan un retoque a la anterior y me borren ese reloj. El tiempo me basta con llevarlo dentro.
Pero la verdadera razón por la que me atrevo a molestarlo es mi nuevo look. Aunque pueda parecerle una frivolidad, para mí es vital. Es que algo se me quedó en el salón de belleza cuando salí de allá con el pelo cortico un lunes por la mañana.
Por tener el pelo crespo, toda mi infancia me la pasé de pelo corto. Era tal la frustración porque me confundían con un niño, que en la casa me la pasaba todo el tiempo con una toalla en la cabeza tipo virgen María, que boleaba como si fuera un pelo largo como el de mis hermanas mayores, que lo tenían hasta la cintura, y liso, además. Me rebelé como a los once y ya no dejé que mi mamá me siguiera motilando, y logré mi pelo largo, aunque crespo, pero qué carajo, largo. Tampoco se puede tener todo en la vida.
Desordenado, loco, maleable a veces, rebelde otras. Libre. Mi pelo se parecía a mí. Y cómo es la envidia de la gente, empiezan a decirle a uno que se lo corte, insinuando que ya no nos va con la edad, que es demasiado. Y empieza uno a cuestionarse y un lunes temprano toma esa decisión que nunca se toma un viernes por la tarde, y… ¡Zas! Cuando mi peluquero -que es el amigo más caro que tengo- me cogió una cola de caballo y me preguntó tijera en mano si estaba segura, asentí bastante dudosa con la cabeza, y él de inmediato le pegó un único tijeretazo helado. En ese instante de vida y muerte sentí en mis oídos algo parecido al quiebre de esta vida y la otra. Y un frío en la nuca.
Cuando él se fue a guardar el matorral de pelo crespo negro natural y me quedé sola frente al espejo, me solté la cola de caballo -que ya no era de veinte centímetros sino solo de dos, mutilada ella a ras del caucho- sacudí con fuerza mi cabeza, y quedé desnuda. Esa sensación mentolada que sentí en todo el cuerpo todavía no se me quita. Luego él trajo un aparato para afeitarme el cuello y después empezó a darle forma a esa locura.
Y esa locura soy yo ahora y no lo cura nada. Habría que esperar a que crezca.
Ese mentol en mi cuello es mejor que todos los crespos que ondeaban cuando yo lo decidía, y aunque ahora solo yo lo siento, eso es precisamente lo que importa. El pelo es un manto suave que calienta el cuerpo desnudo, y llega el momento en que ese calor está adentro, como el tiempo. Y con eso es suficiente para uno.
De nuevo le pido disculpas señor Director por tomarme demasiado de su valioso tiempo en mi intento de explicarle la suma importancia del cambio, porque la de pelo largo y reloj, esa era otra.
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