María Carolina Giraldo


En un pueblo de Caldas, en una vereda cualquiera, desde enero de este año, un campesino común y corriente, con un parcela pequeña, decidió engordar unos animales y verter sus desechos a una quebrada de donde toma el agua un acueducto veredal.
La comunidad, de manera reiterada, ha venido quejándose, durante 5 meses, por las condiciones del agua, la cual es nauseabunda y ha provocado enfermedades a varios de sus miembros. De la situación conocen el Personero, la Alcaldía, la Dirección Territorial de Salud, el Instituto Colombiano Agropecuario, la Corporación Autónoma Regional y hasta la Fiscalía, sin embargo, nadie parecía hacerse cargo del tema hasta el momento en el cual una vecina amenazó con llevar hasta el lugar a los medios de comunicación. Inmediatamente se realizaron comisiones, visitas y se conminó al señor a disponer los desechos de los animales de la forma como establece la norma.
El señor no está en capacidad de cumplir con los requerimientos de ley sobre desechos, ni sobre obligaciones sanitarias, ni con otras disposiciones ambientales. Las entidades arriba mencionadas iniciaron los trámites propios para generar las sanciones. Sin embargo, en su parcela todavía están los animales y los desechos se continúan vertiendo a la quebrada.
Las decisiones para la solución del problema están ahora en manos del Alcalde, quien no encuentra herramientas jurídicas ni económicas para disponer los animales en un lugar que cumpla con los requisitos sanitarios y ambientales. Mientras tanto, la Alcaldía tampoco toma medidas para proveer a la comunidad de agua potable.
Esta historia ilustra de manera evidente las debilidades de nuestro Estado. Quise usar este caso porque aquí todos los actores se encuentran en el mismo grado de desventaja frente al Estado. Ninguno tiene capacidad de cabildeo, ninguno puede mover influencias, ni sobornar a funcionarios públicos, están en igualdad de condiciones para presionar por sus derechos o gestionar sus intereses.
El país cuenta con infinidad de normas, certificaciones, permisos, sanciones y hasta delitos relacionados con el cuidado del medio ambiente y el derecho a la salud pública, sin embargo, el poder ejecutivo es incapaz de tomar decisiones, de emprender acciones, de interpretar una norma si no está facultado por un juez que le avale su comportamiento y lo exima de cualquier responsabilidad. Por su parte, este juez camina al ritmo de la justicia colombiana, congestionada porque todos tenemos que recurrir a ella, incluso los investidos por un poder, que temen usarlo. Es ahí donde el ciudadano siente que solo le quedan los medios de comunicación o las redes sociales como mecanismo para exigir sus derechos.
En este marco, de incapacidad del poder ejecutivo de tomar decisiones (por pobre, por pusilánime, por indolente) y de falta de eficiencia del poder judicial, no importa lo que garantice la norma, lo que diga el papel, el ciudadano no encuentra una respuesta del Estado que le sirva, que le garantice sus derechos, que le permita lo mínimo, contar con agua potable. Este caso es ilustrativo pero parroquial, me pregunto entonces cómo funciona este Estado, que lo desborda un conflicto veredal, en situaciones similares relacionadas con temas de alto impacto ambiental, como la minera ilegal.
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