Álvaro Marín


El furor del feminismo a ultranza tiene como uno de sus pasatiempos favoritos, hacer más farragoso el terreno de las comunicaciones colectivas mediante la exigencia de fórmulas no-sexistas, ampulosamente llamadas incluyentes, en aras de la esquiva equidad de género. Con ello, trastornan la claridad y la concisión del lenguaje proverbial de la cotidianidad. Así, entonces, la aplicación de este tipo de embelecos le resta espontaneidad, autenticidad y contundencia a un sinnúmero de conceptos tradicionalmente simples, mientras desemboca en engendros que rayan en el absurdo y el ridículo.
Dígalo, si no, la flamante Constitución Bolivariana, hecha a la medida del perpetuado chafarote venezolano, carta política que resultó un tedioso muestrario del lenguaje incluyente, a través del cual la redacción del magno texto -en sentido volumétrico- ofrece una disparatada e innecesaria duplicación de términos con la idea de cobijar los dos sexos. Parece ser que las bolivarianas y los bolivarianos -desde niñas y niños- coinciden en la señalada tendencia de atropellar el buen decir mediante un estilo demasiado machacón y altisonante.
Simultáneamente, asistimos impotentes a la orgía del empobrecimiento vertiginoso del lenguaje, de la torpeza léxica, la vulgaridad generalizada, la apoteosis de neologismos de todos los pelambres, la pereza ecuménica para leer -impulsada por el frenesí de la web o la red-, la invasión de extranjerismos y una curiosa tecnocracia lingüística, que inventa formas enrevesadas para denominar objetos o actividades ancestrales.
Como proveniente de otra dimensión, surge una creatividad demencial o falsa fecundidad del idioma, que impone voquibles de naturaleza bastarda, como agendar, recepcionar, implementar, socializar, mapear, horizontalizar, priorizar o judicializar, para citar únicamente algunos de uso común que, a su vez, son amplificados y multiplicados por la ligereza e ignorancia de los medios de comunicación y las redes sociales.
Los nuevos dialectos, pertenecientes a la seudocultura cosmética y traqueta, son hijos naturales de la pérdida de valores, del sentido común y el buen gusto.
Otro de los nefastos aportes del desgreño mental, predominante en todas las esferas de una sociedad manipulada por el consumismo, es la sustitución sistemática y abrupta del nombre de oficios arraigados en las costumbres de la gente. Títulos clásicos, como el de barrendero, ha sido suplantado por el de ‘técnico de superficie’; ‘profesional del brillo’ es la nueva denominación para el embolador o lustrabotas; ya no hay aseadora o señora de los tintos, sino ‘asistente de servicios generales’. Los jefes de ventas han sido desplazados por los ‘ejecutivos de mercadeo’, los mensajeros por ‘auxiliares externos’. A cambio de fufurufas, pulula la oferta de ‘damas de compañía’ o sofisticadas ‘modelos prepago’.
En el mismo desorden de ideas, ahora se imponen, como peste, alambicadas formas de atención al cliente que reemplazan las antiguas y expresivas fórmulas de cortesía. En vez del modo proverbial ‘a la orden’ o ‘para servirle’, tenemos el insufrible sonsonete del ‘en qué puedo colaborarle’ y el fastidioso ‘me recuerda su nombre’, cuando quien lo recita no tiene ni la más remota idea de cómo se llama la persona, porque es la primera vez que la ve. La epidemia de la ‘colaboración’ se extiende a los loteros y mendigos, que anteponen al sablazo de rigor el ‘me puede colaborar’. De contera, en el mundillo del comercio llegó para quedarse la insólita y generalizada solicitud de un servicio, precedida por el infaltable ‘me regala, porfis’.
En resumen, pasamos del legendario diccionario de emociones al ruidoso vocabulario de la chabacanería. ¿Sí me entiende?
Coletilla. El médico Gerardo Echeverry acaba de romper las ataduras terrenales para liberarse del dolor que tantas veces alivió a lo largo de su formidable travesía científica. ¡Hasta siempre!, al extraordinario ser humano sin dobleces, al consagrado humanista sin alardes.
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