Eduardo García A.


De las veces que fui a Bogotá de niño quedaban varias fotos en blanco y negro, cuando caminaba por la Séptima con mamá y nos captaron los fotógrafos ambulantes. Por toda la carrera Séptima pululaban estos profesionales, algunos de ellos vestidos de modestos trajes, camisa blanca y corbata, muy simpáticos, ágiles y profesionales. Mamá iba muy elegante, con guantes, bolsa, uno de sus vestidos realizados por modistas y zapatos de tacón, y yo iba de pantalón corto, saco de paño y corbatín, medias nuevas de rombo y zapatos de charol, o sea "muy tieso y muy majo", como diría nuestro poeta nacional Rafael Pombo.
Como me encantaba el asunto de las fotos, lo que denotaba ya la fuerte propensión a la vanidad que me caracterizaría el resto de la vida, exigía con insistencia ir por las fotos a los pequeños locales que se sucedían en pasajes a medida que se iba llegando a la Plaza de Bolívar, en especial junto al almacén Tía y la emblemática Casa del Florero. Como eran muchas las fotos que le tomaban a los transeúntes a lo largo de su habitual "septimazo", se nos acumulaban los tiquetes con el registro y número de la foto y el nombre y la dirección del local fotográfico.
Como en esos primeros viajes nos hospedábamos entonces en el Hotel Savoy, era obligatorio pasar todos los días por la Casa del Florero, donde se dieron los acontecimientos míticos que condujeron a la independencia de España, según indicaban los manuales escolares. Al visitar el museo de la Casa del Florero, mi padre me aclaraba los detalles históricos y después al salir me llevaba al palacio de San Carlos, la sede presidencial en ese entonces, donde estaba la placa relativa a la "nefanda noche septembrina", cuando el general Bolívar hubo de escapar a una asonada saltando por la ventana, mientras su amante Manuelita Sáenz, muy hombruna ella, se enfrentaba con los rebeldes, dispuestos a matar al Libertador.
Todas esas historias me encantaban, como cuando subíamos a la Quinta de Bolívar al pie del cerro de Monserrate, donde en un abrir y cerrar de ojos viajaba hacia el siglo XIX y podía palpar casi la presencia del héroe Bolívar, las bucólicas conversaciones de los próceres, el olor a lavanda de las heroínas de cabello largo, el relincho de los caballos. Una vez, caminando por la carrera Séptima, vimos a Carlos Lleras Restrepo, el candidato presidencial liberal del Frente Nacional para las elecciones de mayo, que salía de un carro negro frente al Parque Santander y entraba con paso lento de paquidermo a una farmacia situada al lado de una oficina de la Registraduría, ante el estupor de los curiosos y partidarios que gritaban vivas al personaje, hombre de muy baja estatura, muy redondo, algo encorvado, calvo y de inconfundibles gafas circulares de carey.
Y vimos también al cómico candidato presidencial Gabriel Antonio Goyeneche, viejo hombrecillo que vivía en la Universidad Nacional, donde era protegido por los estudiantes, que se proponía entre otras cosas pavimentar el río Magdalena para convertirlo en una autopista, y quien hacía campaña frente al café Pasaje, en la plazuela del Rosario, a donde papá iba a tomar café con sus amigos del Movimiento Revolucionario Liberal.
En esos días felices de viaje vi también a dos poetas, uno de lejos y otro de cerca. Papá me mostró un día al poeta de origen sueco León de Greiff con su barba de chivo y su boina, que caminaba desarreglado por la Séptima y luego cruzaba la calle a la altura de la calle 18. Pero lo más grato fue la visita al café Saint Moritz, donde vimos en otra mesa a Luis Vidales, quien conoció a Jorge Eliécer Gaitán de joven en París en 1926, antes de que el malogrado caudillo regresara a Colombia a hacer política y a convertirse en la más importante y trágica figura política del país en el siglo XX. Vidales había sido muy joven cónsul de Colombia en Génova, pero renunció a causa de la Masacre de las Bananeras en 1928, durante el gobierno de Miguel Abadía Méndez, quien le había dado el puesto a petición de su mamá Rosaura Jaramillo, porque se estaba muriendo de hambre en París. Vidales fumaba una pipa larga, llevaba gafas gruesas de carey y tomaba rápidamente el aguardiente, tras lo cual chupaba un pedazo de limón.
Subimos después por esa callejuela del Saint Moritz hasta la Séptima y seguimos hacia la plaza de Bolívar, cruzamos la Jiménez y un poco más allá se detuvo con solemnidad. "Mira hijo, aquí mataron a Gaitán", me dijo frente a la modesta placa que recuerda el magnicidio. Nos recogimos ahí en ese instante y me contó su versión de los hechos. Todos esos días fueron para mí un excelente e inicial curso de historia patria.
Los viejos héroes de la patria me asediaban, nutrían mi imaginación a través de los relatos de los viejos. Veía a Bolívar y a Manuelita Sáenz, a los precursores de la independencia que nutrieron de las ideas revolucionarias de la Ilustración, Los Comuneros de José Antonio Galán, Antonio Nariño, el traductor la Declaración de los derechos humanos, los mártires asesinados por los españoles como el sabio Francisco José de Caldas, el de "oh larga y negra partida", las rebeldes Policarpa Salavarrieta y Antonia Santos y a ellos se unían los mártires actuales encabezados por Jorge Eliécer Gaitán y el padre Camilo Torres, muertos ambos en un lapso de escasos tres lustros. Gaitán baleado. Camilo acribillado. Atentados. Guerrillas. Muertos. Guerra. Militares. Violencia. Presidentes. Amenazas que iban y venían y que van y vienen. O sea, la historia repetitiva del país del Sagrado Corazón de Jesús que nos tocó por suerte y que sigue igual en pleno siglo XXI sin que calme sus odios y sane sus cicatrices.
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