César Montoya


Es grandioso el legendario Homero. La Ilíada es un febril relato del cerco de Troya llevado a cabo por los argivos, escrito en estilo épico, con delirantes diálogos entre los dioses del Olimpo, divididos en los objetivos de la guerra. Estremecen las cortas filípicas, de corte marcial, salidas de los labios ardorosos de quienes dirigían los batallones, encarnizados en combates mortíferos.
¿Cuál sería la cultura en esa Grecia inmortal que educó a Homero, entregándole las más depuradas luces espirituales que ahora nos tiene balanceándonos entre la incredulidad y el asombro? Resaltan los personajes que fueron alinderados en aguerridas facciones. El bando de los aqueos fue comandado por Palas Atenea, Hefesto, Agamenón, Néstor, Odiseo, Patroclo y el imbatible Aquiles, y a los teucros los capitanearon Eneas, Héctor, con el decisorio refuerzo de Apolo, Artemis, Afrodita y el bélico Ares, sabio para manejar las contingencias de la guerra. Es inenarrable la fascinación intelectual que nos deja la lectura de este libro, cuyos pares solo pueden encontrarse, siglos después en Don Quijote, Otelo, o en los amores otoñales entre Fermina Daza y Florentino Ariza.
La Odisea es otra cumbre del arte narrativo. Culminada la toma de Troya por los aqueos, Odiseo se lanzó al ponto de olas espumosas, con unos pocos aventureros, subsistiendo milagrosamente a pesar de las penurias a las que fueron sometidos por Poseidón, el rencoroso dios de los océanos. La convicción de la muerte de Odiseo, llenó de pretendientes su palacio, en donde Penélope, su esposa, tenía que soportar el asedio de quienes la querían para sí. Ella, inteligente y precavida, y esperando siempre a su amado, expresó a los codiciosos enamorados que elegiría su consorte cuando terminara de hilar una manta de grandes proporciones. Aprovechaba la soledad de la noche para deshacer los trabajos del día. Telémaco, su hijo, salió por los mares a indagar por la suerte de su padre, corriendo angustiosas peripecias.
Son de suspenso las arriesgadas travesías marcadas por los caprichos de los dioses que en medio del amotinamiento de la naturaleza, obligaron al héroe "fecundo en ardides" a desembarcar en una isla desconocida, habitada por Polifemo, "de aspecto monstruoso". Este endriago se engulló a varios compañeros en la más repugnante orgía canibalesca. Lograron liberarse del espantajo, embriagándolo con torrentes de vino. Mientras roncaba en sobrecogido sueño letárgico, hundiéronle una estaca con punta ígnea en su único ojo. El grotesco cíclope despertó y ya ciego, enfurecido, arrancaba peñascos para lanzarlos al mar. El itinerario a la ventura, descargó al reducido grupo en la ínsula de Calipso que los retuvo por diez años y compartió con el errante marinero el lecho nupcial. Alcínoo, rey de los feacios, lo albergó en sus posesiones y quiso que Nausíca, su hija, fuera tomada por él en matrimonio. En otro espacio geográfico tuvo que confrontar a Cirse sabia en drogas perniciosas. Después de una cadena de infortunios, regresó a Itaca su patria añorada y terminó en los brazos de su leal Penélope.
En los libros de Homero las águilas, de graznidos funerarios en vuelos erráticos, anuncian las decisiones de Zeus en relación con los escuadrones en contienda; las diosas se transfiguran en seres terrestres para cumplir delicadas misiones, comprometidas en apoyar los bandos de sus querencias; los corceles trotan sobre el líquido piso de los océanos, y como el Clavileño, aletean por los aires para cubrir distancias siderales; los briosos cuadrúpedos adornados con penachos de crin flexible, conversan con sus amos; las turbulentas aguas del río Escamandro, persiguen a Aquiles que huye despavorido; Zeus, prostituto y solapado, le es infiel a su esposa Hera, "la de las áureas sandalias", y detrás de un encortinado de nubes se encama con las divas del elíseo.
Cada capítulo de La Ilíada y La Odisea abren espacios a la fantasía, y permiten reflexionar sobre las tornadizas circunstancias que hacen inestables las conductas de quienes habitan el Olimpo. Las veleidades de los dioses, las ciclotimias de Zeus que, siendo los teucros sus preferidos, permitió que los aqueos destruyeran la ciudad de Príamo, la confrontación sangrienta de los ejércitos, el balanceo sucesivo entre victorias y derrotas amarra al lector. ¿Cómo es posible que mucho antes de Cristo se escribiera con envidiable perfección, dejándonos alelados de tanto fulgor literario?
El espacio se agotó para disertar sobre Virgilio. La Eneida, es otra rapsodia que se ocupa de Eneas, el indómito conductor de los teucros, vencidos después de diez años del bloqueo a la ciudad de Troya, por los argivos, bajo la comandancia del animoso Aquiles. No me referiré a la tramoya de la obra, sino al esplendor de su prosa. Su pluma es épica. Maneja un estilo anonadante por el circuito de luces que lo embrujan.
No sé si Homero y Virgilio tengan ahora ávido mercado. Pero quienes nos sumergimos en océanos de abrumadora belleza, paladeamos, una y otra vez, esos festines de leyendas inmortales.
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