José Jaramillo


La política y la diplomacia -que son afines- tienen como ingrediente común que quienes las practican normalmente dicen una cosa cuando están pensando otra. Y el lenguaje que utilizan políticos y diplomáticos está relacionado con el interlocutor, o el auditorio, porque el vocabulario es maleable, como los metales preciosos. Por eso se dice que la palabra es oro, aunque se use para hablar paja, o basura. De ahí que los oradores comiencen por investigar las calidades intelectuales y morales de los auditorios, para escoger el lenguaje adecuado. Prueba de esta afirmación es que en las universidades, en las prácticas de oratoria, suele hacerse un ejercicio que consiste en que el participante defienda una idea propuesta y después la controvierta. Así se calibra su capacidad dialéctica. Otro ingrediente es el histrionismo o dramatización del discurso, como elemento inherente a la magnetización del público, para que mantenga la atención, aclame al orador y no se aburra ni se duerma, así no entienda nada. Ese ha sido el éxito de caudillos que a lo largo de la historia han movilizado masas al amaño de sus apetitos de poder; y se han perpetuado como gobernantes repitiendo una y mil veces la misma cantinela, que la gente no parece cansarse de oír. Ni de creer en ella, así los hechos digan lo contrario de lo que afirma el demagogo.
Es tal la capacidad de convicción de los políticos profesionales, que a pesar de la esterilidad de sus realizaciones a favor de las comunidades que representan, y de las decepciones que generan, en cada campaña salen a ofrecer lo mismo y el pueblo, que parece tener memoria de gallina, vuelve y vota por ellos. "Pueblo intonso, pueblo asnal", lo calificó alguien, para identificar esa actitud mansa y resignada de los electores, que reeligen una y otra vez a los mismos.
Las mesas de diálogo, en las que se debaten asuntos trascendentales para las comunidades, se caracterizan por la inconsistencia de las ideas, el incumplimiento de los términos previamente convenidos; la mimetización de los hechos, por contundentes que sean; la dilación de las discusiones, gracias a la habilidad de las partes para introducir sofismas de distracción; los desplantes disfrazados de actitudes dignas, con pucheros y bravuconadas incluidos; la negación de las evidencias, la alternación de los participantes, la inclusión de nuevos actores y el recurso mediático, para provocar movimientos de opinión que enrarezcan el ambiente. En ese escenario, amorfo y gaseoso, las discusiones se vuelven interminables y pasan muchas cosas, para que, finalmente, no pase nada.
De esa manera se han debatido asuntos trascendentales para la humanidad, como la guerra fría, el conflicto del Medio Oriente, el desarme nuclear y otros muchos, por lo que a nadie debe extrañarle lo que está pasando en La Habana con el anhelado proceso de paz, en el que ya nadie parece creer, aunque todos necesitemos creer en él.
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