Andrés Felipe Betancourth


Hace apenas unos meses, el Congreso de la República expidió la ley 1518, y por medio de ella aprobó la suscripción del "Convenio Internacional para la protección de las Obtenciones Vegetales, (UPOV 1991)", que a decir de la oficina de prensa del Congreso "…ofrece un incentivo para que los agricultores creen nuevas variedades vegetales que permitan un progreso durable a la agricultura, la horticultura y la silvicultura". Así mismo, el texto aprobado por la plenaria del Senado señala que: "Las variedades mejoradas constituyen para los agricultores y horticultores un medio necesario y eficaz en relación con su costo de mejorar productividad, calidad y posibilidades comerciales".
Nada justificaría una postura de oposición frente a los anteriores postulados, como tampoco tendría justificación pretender frenar los avances en materia de ciencia, tecnología e innovación. Al contrario, muchos temas pendientes de la agenda nacional deberían abordarse desde preguntas de investigación y su consecuente desarrollo científico.
Lo que hay que cuestionar es el aspecto político que entraña la aprobación de una ley como esta. Al lado de otras leyes que se aprobaron en el mes de abril, la Ley 1518 y su contenido eran requisito fundamental para la entrada en vigencia, en el mes de mayo, del TLC con Estados Unidos. Y no es la relación comercial con el vecino del norte lo que pongo en cuestión. Me inquieta la opinión que tienen nuestros congresistas respecto de la capacidad de nuestros agricultores para mejorar y crear nuevas variedades, y más allá, para gestionar el reconocimiento de propiedad intelectual sobre ellas. No soy experto, pero dudo que campesinos de Samaná, Puerto Asís, Sonsón, Arauca o Cereté tengan los medios y conozcan los procedimientos para un registro de propiedad y derechos exclusivos sobre una variedad vegetal y sus semillas. No es porque no dispongan de ellas. Si algo cuentan nuestros campesinos, sobre todo los más distantes de grandes centros de mercado, es la disponibilidad de material genético adaptado, resistente a fenómenos climáticos extremos, capacitado para producir en medio de las restricciones de los sistemas productivos locales. Lo que no tienen nuestros campesinos, a diferencia de grandes compañías que invierten en mejoramiento genético, es la capacidad de tramitar patentes y registros de propiedad. O mejor, quizá lo que no tienen es interés de apropiarse de algo que en la cultura campesina es propiedad colectiva, pues el derecho de beneficiarse de este y cualquier recurso natural no debe estar en manos de una persona en particular, sea campesino o presidente de multinacional.
No dudo de la presencia en las instituciones de personas bien intencionadas y comprometidas con el desarrollo productivo y social del país. Pero en virtud de la ley que comento, y de otros desarrollos legales y normativos conexos, el ICA, la Policía y el propio aparato judicial, llevan a la categoría de delincuentes a los campesinos que usan, intercambian, transportan o propagan semillas y material vegetal… que es casi como penalizarlos por ser campesinos. Ya se conocen casos, de decomisos, destrucción de material vegetal, multas y hasta privación de la libertad para quienes usan semillas protegidas legalmente y las "similarmente confundibles".
En columnas anteriores he venido hablando de los retos de la paz. No porque supiera, como Uribe, de las reuniones previas en La Habana. Lo hacía como fruto de permanentes reflexiones sobre la necesidad de construir la paz entre todos, y no dejársela solo a Timochenko y Santos. Pero, celebrando la voluntad que han mostrado de sentarse a dialogar, ¿Entrarán temas como este a la agenda del diálogo? ¿Podremos construir paz en un escenario de tal privación de las libertades de nuestras comunidades campesinas? ¿Disfrutaremos como ciudadanos de una paz plena cuando ni siquiera estamos enterados de las restricciones que se nos siguen imponiendo con el visado de nuestro legislativo? O para evitarnos angustias, ¿esperaremos que nos sigan llenando de "Realities"?
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