Ricardo Correa


El primero de noviembre de 1998 el cabo del Ejército Luis Hernando Peña fue secuestrado por las Farc en la toma a Mitú junto a otros sesenta uniformados. Los llevaron a la zona desmilitarizada del Caguán y los encerraron en algo parecido a un campo de concentración. La mente y el espíritu del cabo se debilitaron, llevándolo a perder la cordura. El trauma de la toma, el cautiverio y las condiciones inhumanas de éste hicieron que traspasara esa sutil frontera que lleva al ser humano a la ‘locura’. Su comportamiento empezó a ser notoriamente extraño. Su única ilusión era que se concretara el acuerdo humanitario durante las negociaciones del Caguán. Cuando le preguntaron al por entonces coronel Mendieta, también cautivo, sobre qué miembros de la Fuerza Pública recomendaba para el canje por motivos de salud, no dudó en incluir al cabo Peña. Pero un ‘médico’ de las Farc lo excluyó, lo declaró sano. Peña perdió en muy buena medida contacto con la realidad, imaginaba que personajes con poderes sobrenaturales lo irían a rescatar, argumentaba que las ondas del radio lo podían transportar a dimensiones más allá de lo físico, tenía serias dificultades para establecer relaciones con los demás cautivos y su manera de alimentarse era totalmente caótica. Sus compañeros ya no podían soportarlo, y algunos pensaban que solo era una pantomima del cabo. Un día de 2003 las Farc le anunciaron su libertad, le pidieron que se alistara y que recogiera sus pertenencias. Luego lo encadenaron, lo hicieron arrodillar y lo fusilaron al lado de una fosa.
Luis Eduardo Ruiz fue secuestrado por las Farc en la toma de Miraflores (Guaviare), en agosto de 1998, prestaba sus servicios a la Policía Nacional. El 28 de junio de 2001, y luego de casi tres años de cautiverio, recobró la libertad a través del acuerdo humanitario durante las negociaciones del Caguán, libertad que le fue negada al cabo Peña. Sin embargo, su libertad fue efímera. Justo al regresar empezaron sus trastornos, que desde ese entonces le impiden llevar una vida normal y lo agobian día a día. Si escucha un avión, helicóptero, tormenta eléctrica o explosión se esconde. "No tiene ninguna estabilidad emocional, vive de mal genio y habla poco". Permanece todo el tiempo en su cuarto, en la modesta casa que comparte con sus padres. Solo sale a la calle tres veces por semana para dar una caminada. Le es imposible socializar y establecer relaciones. Afortunadamente, y por lo menos, cuenta con una pensión de invalidez que le permite su manutención. Pero no fue fácil obtenerla, requirió una larga gestión judicial ante la negativa de la Policía para otorgársela. Finalmente la Corte Constitucional falló a su favor una tutela.
Estas dos dolorosas historias aparecieron recientemente en la revista digital Kienyke, la primera escrita por Diana María Pachón y la segunda por Daniela Guzmán *. El gran problema es que no son ‘casos aislados’; por el contrario, son un producto final más que recurrente en esta guerra eterna que vivimos en Colombia.
Son miles y miles de personas las que salen de la guerra con múltiples traumas, especialmente psicológicos. Uno muy frecuente son los serios trastornos del sueño ocasionados por hechos impactantes del combate o por el estrés y la zozobra de estar siempre al borde de la muerte. Soldados, policías, exguerrilleros y exparamilitares reinsertados relatan una y otra vez cómo el conflicto armado ha dejado en ellos huellas imborrables. Huellas y tragedias que los gobiernos y las instituciones tratan de ocultar, o por lo menos no hacen el menor esfuerzo en hacerlos visibles. Por el contrario, quieren presentar única y exclusivamente la figura del ‘soldado héroe’, el mismo que Estado y sociedad abandonan una vez pasa a ser un civil más.
Todavía hay excombatientes de Vietnam que, con más de sesenta años y casi cuarenta años de acabada esa guerra, tienen que lidiar día a día con sus fantasmas y sufrimientos. Igual pasa con los argentinos que fueron a las Malvinas. O recientemente los de Irak (de las dos guerras) y de Afganistán. Los relatos son innumerables.
Es una irresponsabilidad fomentar la guerra y no buscar una salida a ella, así esta salida tenga un costo elevado. Más alto es el que se paga con el daño tan enorme que el conflicto bélico causa en múltiples dimensiones, una de ellas la tragedia en que se convierte la vida de aquellos que a nombre del Estado y la sociedad van y libran la batalla, y de quienes por sus circunstancias vitales terminan en los grupos armados ilegales. Insistir en la guerra es un acto demencial.
* * *
* Las crónicas completas se pueden encontrar en estos enlaces:
http://www.kienyke.com/2012/05/07/asi-se-enloquecio-el-cabo-pena-en-la-selva/
http://www.kienyke.com/2012/04/25/el-ex-secuestrado-que-sigue-cautivo/
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015