José Jaramillo


Es increíble que después de más de cinco siglos haya regresado a ejercer sus omnímodos poderes de inquisidor el padre Tomás de Torquemada, reencarnado en un abogado colombiano, camandulero e intolerante, que se ha convertido en el coco de los funcionarios públicos, porque en cada paso que dan aparece su temible figura, agazapada tras códigos e incisos, que en nuestra legislación abundan, para mayor confusión en la administración oficial, porque en un país de abogados, titulados o no, cualquier disposición legal es susceptible de innumerables interpretaciones, acomodadas a las necesidades de cada quien, especialmente si se trata de sacar del camino a oponentes políticos, para allanar el camino hacia cualquier aspiración burocrática.
"El poder es para poder", decía un banquero antioqueño, cuando sus asesores jurídicos le advertían que algún procedimiento no se podía adelantar, porque era contrario a la ley. Así acabó con un sindicato que apenas nacía en la institución que presidía, despidiendo a todos sus integrantes, sin importarle el costo de su arbitrariedad. ¿Qué puede esperarse entonces de un funcionario que ejerce el control de la administración pública, elegido por el Congreso, cuando tiene poderes absolutos, tanto que sus decisiones solo puede revisarlas él mismo? Es decir, que por encima de sus fallos no hay ninguna instancia de apelación. Y, además, bajo a su mando hay un ejército de funcionarios, tal vez la nómina más numerosa de la burocracia, para comprar a sus electores (los parlamentarios) con puestos para sus parientes y amigos, lo que de paso los inhabilita para adelantar cualquier procedimiento fiscalizador contra el supremo inquisidor.
Dicho de otra manera, el procurador general de la Nación tiene en sus manos todas las herramientas necesarias para blindarse contra cualquier sanción, y garantizar su reelección en el cargo, porque el poder que le otorgan sus mañosos manejos le sirve para bloquear a sus jueces naturales. Y ese poder, ejercido por varios períodos, le permite al funcionario armar su estrategia para poner los ojos en destinos burocráticos superiores: la presidencia de la República, por ejemplo.
El dilema de cuál fue primero, el huevo o la gallina; o de si el perro puede morderse su propia cola, se parecen, por lo difíciles de resolver, a la posibilidad de hacer una reforma eficaz a la justicia, y a los organismos de control, porque quienes tienen la función constitucional de hacerla, los congresistas, están académica y moralmente impedidos. Es decir, que no saben cómo se hace o tienen la conciencia pignorada.
Nada es más peligroso que un fanático, político o religioso, con el poder que tiene en Colombia el procurador general de la Nación; máxime cuando acaricia aspiraciones presidenciales y necesita sacar del camino a eventuales contendores.
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