César Montoya


Las justas electorales en Colombia se convirtieron en ríos de billetes para comprar al sufragante. Antes creíamos que esa era una endemia circunscrita a las tierras que lindan con el Océano Atlántico, y que estos territorios del interior del país estaban vacunados contra esa dolama corruptora.
Entonces, poco costaba la política. Los ciudadanos con algunos bienes económicos voluntariamente hacían sus aportes y jamás los jefes de las colectividades tenían que enviar a sus directorios municipales recursos para las elecciones. Quienes ejercían los comandos en los departamentos eran egregias figuras, todos de ejemplar pobreza franciscana. Gabriel Turbay sin recursos y además aporreado por la derrota, se suicidó en París. Gaitán solo tenía una modesta vivienda en Bogotá. Alberto Lleras murió paupérrimo. De Carlos Lleras Restrepo solo quedó una discreta mansión. Gilberto Alzate era dueño de un palacete en Manizales y de unos peladeros en San José del Palmar en el Chocó que solo producían maleza. Silvio Villegas poseía una casona modesta y una biblioteca inmensa en la carrera 6ª con calle 27 en Bogotá. Fernando Londoño era propietario de una finca cafetera. Sus hijos son pobres por herencia, dueños sí de un banco intelectual de tesoros inextinguibles.
Hoy solo pueden hacer política los ricos y los mafiosos. Una curul de la Asamblea cuesta trescientos millones. Una cámara entre quinientos y mil millones. Un senado entre dos y tres mil millones. ¿De dónde sale ese dinero? Solo lo sabe Lucifer. Ahora hay que sostener económicamente a los líderes municipales y en las campañas se les debe untar el bolsillo con sumas significativas. En cada pueblo hay que pagar una casa para las reuniones y el trajín de los discursos. La adhesión de los caporales dueños de centenares de votos, valen un ojo de la cara. Los que aspiran al Senado y necesitan los sufragios de otros departamentos para hacer posible la elección, se tienen que sangrar en sumas astronómicas. La propaganda mural, radial, televisiva, los avisos en la prensa, las hojas volantes, los calendarios con el rostro del candidato, los desayunos, almuerzos, los alcoholes nocturnos, todo eso junto requiere de caudales inmensos.
Y no pregunten cómo se financian y cómo se cancelan las deudas contraídas en las elecciones de alcaldes y gobernadores. Ahí hay una repugnante olla podrida.
La muletilla preguntona sigue en pie: ¿de dónde sale ese dinero electoral? ¿Qué banco lo presta y cómo se paga? Con las dietas parlamentarias apenas se puede vivir con dignidad. ¿Cómo, entonces, los legisladores endeudados abonan los créditos?
Es ridícula la legislación penal que teóricamente castiga a quien comercia con el voto. Es una rareza una detención por esa causa y si alguien es aprehendido recobra en un santiamén su libertad. Todos cohabitan con el constreñimiento, el fraude que se aplaude como una viveza, las trampas en la inscripción de cédulas, la corrupción del sufragante, las marrullas para alterar los resultados. Las elecciones se han convertido en un caldo espeso de delincuencia que todos cobardemente soportamos. Son un mercado persa. El voto se intercambia por un bulto de cemento, unas tejas, un mercado, o por cincuenta o cien mil pesos. El elector no vota por convicción. Fornica electoralmente.
Poderoso caballero es don Dinero, escribió Quevedo. El metal todo lo corrompe. Compra jueces, obtiene sentencias a su acomodo, elige presidentes y legisladores, hace absolver a ejecutivos delincuentes, pudre el mercado de la moral.
Petronio que era "un cortesano voluptuoso" según lo describe Tácito, escribió en el libro "El Satiricón" estas palabras: "Ved los comicios; manda el oro en ellos; el oro le da el triunfo al candidato, no la virtud ni el mérito. Venales senado y pueblo ahora, ambos se humillan a quien los compra, y a los pies de Pluto yace ¡oh, dolor! la majestad romana".
Sí ¡oh dolor! la historia se repite.
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