Pablo Mejía


Cada pueblo tiene su idiosincrasia y el nuestro se caracteriza por ser alegre, trabajador, amable, emprendedor, resignado y demás particularidades, positivas y negativas, pero una condición bien curiosa es la pasividad de la gente. En otras latitudes la ciudadanía reclama sus derechos de diferentes maneras, sin dar tregua hasta que oigan sus quejas y peticiones y les planteen alguna solución. Sin ir muy lejos en Ecuador los indígenas han tumbado varios presidentes en las últimas décadas y más al sur los argentinos son adictos a protestar; en la Plaza de Mayo durante todo el año hay cambuches, pancartas, pendones y signos de alguna manifestación.
El inconveniente está en que nuestra gente no sabe protestar, porque en cualquier marcha aparecen unos pocos revoltosos que enardecen al populacho y la cosa termina en pedreas, vitrinas destrozadas, carros quemados y algunos heridos entre civiles y policías. Muchos insisten en que si por las malas no se consiguen resultados, mucho menos por las buenas; que si no les paran bolas a las grandes manifestaciones con revueltas incluidas, qué les va a importar un puñado de personas que entonan arengas de manera pacífica. Otros aducen que unos manifestantes insistentes desesperan a cualquiera y con más veras si logran la atención de la prensa.
Vemos que en los países civilizados se presentan protestas de unas pocas personas que caminan en círculos con carteles alusivos a sus peticiones, porque para ellos lo más importante es hacer uso del derecho a mostrar su inconformidad. La mayoría de las veces el asunto se reduce a un pulso, donde el aguante decidirá quién sale ganador, pero queda claro que cuando un pueblo se rebota es muy probable que logre su cometido. Esto sin querer hacer apología a la anarquía, el caos y la violencia, pero para la muestra basta nombrar la "primavera árabe", que ya ha depuesto varios dictadores que llevaban décadas apoltronados en el poder; y la lista sigue.
En nuestro territorio la burbuja explotó en abril de 1948 y el resultado de aquel hecho marcó la historia del país. Sin embargo, con el paso del tiempo el pueblo se ha vuelto apático, desinteresado y pasivo, porque el descontento con muchas situaciones es palpable. La gente reniega, acusa y dice que esto no puede seguir así, pero a la hora de protestar solo unos pocos lo hacen. Cómo es posible, por ejemplo, que la situación de la salud no haya generado una revuelta popular. A diario se oyen quejas, reclamos y denuncias, y nos enteramos de más atropellos y abusos, mientras todos opinamos que ahora sí tocamos fondo, pero hasta ahí llegamos. Los medicamentos en Colombia cuestan el triple o más que en los países vecinos, y aunque todo el mundo lo rechaza y critica, la situación continúa invariable.
Lo mismo sucede con el precio de los combustibles. A diario anuncian el descubrimiento de nuevos pozos y se habla de bonanza petrolera, y sin embargo pagamos una gasolina carísima. Entonces proponen campañas para boicotear ciertas estaciones de servicio, ponen a circular denuncias y comunicados por las redes sociales, videos donde exponen el precio que deberíamos pagar en Colombia, pero la vida transcurre y la gente acude a tanquear sus vehículos mientras el Ministro nos da contentillo con rebajas insignificantes en los precios una vez por cuaresma.
Los servicios públicos son otro atropello que hace trinar al pueblo de la ira y a pesar del descontento todos pagamos cumplidos por miedo a que nos lo corten… digo, el servicio. Lo que nuestros mayores cancelaban con plata de bolsillo se convirtió en un rubro que representa un gran porcentaje del presupuesto mensual de una familia promedio. Hace años la costosa era la factura de la luz; tiempo después a la del agua le adicionaron el cobro del servicio de aseo y de alumbrado público, para convertirla en una de las más temidas; a la del teléfono le inventan seguido ofertas y promociones que uno termina por comprar, por la necesidad de estar al día en tecnología y la novelería de disfrutar productos innovadores. Llegó la del gas hace unos lustros y vimos por fin una factura barata, lo que se convirtió en una quimera porque con el paso de los años se han encargado de ajustarle los costos para acomodarla a sus abusivas pretensiones.
Y qué tal los bancos y corporaciones financieras. Ellos operan gracias a que la gente los utiliza, ahorra allí su dinero, aprovecha créditos y demás transacciones, y sin embargo le cobran al cliente hasta el saludo. Cómo es posible que en el BBVA le carguen al ahorrador el costo de la libreta, y que esa pinche cartilla, que les costará a ellos dos o tres mil pesos, se la claven al cliente en la no despreciable suma de $68.440; como quien dice, más del 10% de un salario mínimo. Ni hablar de lo que cuestan chequeras, intereses, retiros, giros y demás transacciones.
Hasta que por fin convocan a una manifestación para protestar por cualquiera de estos abusos y todos aplaudimos, difundimos y apoyamos, pero el día de la convocatoria van solo cuatro mamertos que pasan desapercibidos. El resto nos quedamos en casa pendientes de saber si la protesta surtió efecto y convencidos de que nuestra ausencia ni se notó. Qué apatía, qué abulia, qué falta de compromiso tan…
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