César Montoya


¿Quién dijo que escribir es fácil? ¿Quién, con desbordada imaginación, se desmorona en prosas y hace versos sin continencia ni control? ¿Quién fabrica literatura a cántaros, sin necesidad de acomodos para redondear los giros, eliminar a base de hachazos, adjetivos superfluos, analizar las distancias de los puntos y las comas, suprimir períodos sobrantes, o, en un descontento evaluativo, destruir lo redactado en pacientes jornadas? ¿Quién afirma que escribir es una orgía de musas que tienen sus predilectos capaces de hacer, a toda hora, fogatas literarias de envidiable perfección?
Sangra quien escribe. De pronto es árida la mente, convertida en frío muro de piedra, negativa a todos los sacudimientos espirituales. Cuántas veces el blanco papel no incita a la creación o lo que se hace resulta farragoso. La autocrítica produce juicios de valor, descalificando a veces, o aprobando en otras los alumbramientos que poco a poco se espigan en esa difícil tarea inspirativa. No siempre alumbra el Espíritu Santo. Huraño a ratos, dosificador de claridades, y cuando quiere, inunda.
Las palabras son esquivas. Hay que cazarlas, navegar en los diccionarios hasta encontrarlas escondidas, tímidas, siempre en retaguardias discretas. Son galanas cuando son aprehendidas con pinzas de oro, remilgonas para hallarles sinonimias, cantarinas unas, broncas otras, plebeyas aquí o de linaje encopetado las de allá. Hay que hacerles digestión. Desarmarlas en sílabas, recuperarlas, buscarles aristas estéticas. La palabra tiene garganta, gusta de las tribunas opulentas, o se acomoda en los delirios del opio. Es selectiva para los solfeos, es piano brujo y orquesta extasiadora. Aporta materiales para fabricar escalinatas de luces cuando el itinerante es un artista. O es prosa ondulante y coqueta cuando los que reciben el soplo de Dios son los duendes del idioma. Tiene olor de nacencia, y es mortaja en los céfiros.
Manejan el pinche de las novias. Zalameras y bonitas, esquivas o atrevidas. Pasan de lado entaconadas, mirando de reojo, como envanecidas reinas de belleza. A las palabras hay que seguirles las pisadas por los laberintos de las enciclopedias, y encontrándolas, acariciarlas mimosamente. Acompañarlas con otras de su misma estirpe, lucirlas en las pasarelas, ponerles atavíos de pedrería centelleante.
Escribir, en síntesis, es una agonía. Es un combate con las deidades dueñas del lenguaje, es un parto con forceps. ¿Cómo hacen los que amontonan libros, los que retiran de las imprentas uno y dejan otro para su publicación inmediata, los que tienen como deporte secundario fabricar a borbotones criaturas contrahechas, novelones y rimas de atuendo pordiosero? ¿Por qué prefieren la cantidad a la calidad intelectual?
Para escalar la gloria perenne hay que convertir la literatura en un oficio de tiempo completo, como lo hizo Gabriel García Márquez. Sin embargo en "El olor de la guayaba" fue preguntado por Plinio Apuleyo: "¿Te angustia, como a otros escritores, la hoja en blanco? Sí, es la cosa mas angustiosa que conozco después de la claustrofobia".
Agrega: "Puedo gastar hasta quinientas hojas para escribir un cuento de doce".
Antonio Caballero es un periodista agrio e irreverente. Tiene un afamado espacio en "Semana" en el que despotrica contra todo. En la revista "Soho" confiesa: "Normalmente, cuando tengo tiempo, escribo una columna cinco o seis veces, y la rehago".
Y cómo no recordar a Gilberto Alzate Avendaño. Escribía sus prosas inmortales pujando, como un astado herido de muerte. Las frases le salían mojadas por el intenso sudor de su cerebro.
Somos esclavos de la palabra. La usamos con temor. Ella esplende en la inmensa urna del idioma, rezagada de pronto o mal utilizada, pero siempre con lampos de eternidad.
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