José Jaramillo


El doctor Darío Echandía uno de los humanistas más lúcidos que ha tenido Colombia, reconocido como "El Maestro", sin los ribetes histriónicos de los oradores que hacen delirar a los auditorios, tenía la facultad de hacer pensar a la gente, para lo cual bastaban algunas frases contundentes, con las que sentaba doctrina. Decía, por ejemplo, que los jueces y magistrados las únicas declaraciones que debían dar eran las que estuvieran contenidas en sus fallos. Y el 9 de abril, cuando enardecidos jefes liberales, y locutores radiales irresponsables, apoyados por una chusma alborotada, reclamaban el derrocamiento del presidente Ospina, para que el liberalismo asumiera el poder, dijo: "¿El poder para qué?", con lo que quiso decir que éste no se debía conseguir por las vías de hecho. Por supuesto, nadie le entendió. Mucho tiempo después, increpó a Alberto Santofimio Botero, de quien había sido padrino en sus inicios de estudiante de derecho, cuando conoció sus travesuras presupuestales como presidente de la Cámara de Representantes, diciéndole: "Vea, mijo, en política se pueden meter las patas, pero no las manos".
Gaitán fue, en oratoria política, un fuera de serie. Tenía en el talante, la voz y los ademanes algo que hechizaba a las masas. Además, asumió la causa de los proletarios de todos los partidos con un argumento contundente: "El hambre no es liberal ni conservadora". Y convocaba a la rebelión, siempre dentro de los cánones de la legalidad institucional, es decir, por la vía democrática, con consignas desafiantes: "Si vacilo, empújenme; y si retrocedo, mátenme". El magnetismo que ejercía sobre las multitudes que lo seguían era tal, que se dio el lujo de hacer marchar una muchedumbre a lo largo de veinte cuadras, en absoluto silencio, para reclamarle al gobierno conservador que hiciera respetar la vida de los ciudadanos liberales. Entonces pronunció su famosa "Oración por la Paz".
Carlos Lleras Restrepo, en todos los foros en los que intervenía, sentaba cátedra. Aun en la plaza pública no se dejaba llevar por arrebatos demagógicos, sino que desmenuzaba todos los elementos de la administración pública con solvencia y precisión; y la gente le creía.
Alfonso López Michelsen, académico y profesoral, hacía discursos proselitistas por necesidad política, más que por convicción. Manejaba, entonces, argumentos entre cínicos y maquiavélicos, como asegurar que "lo que no está expresamente prohibido es permitido". Y zahería a sus opositores con ironías, como decirle a un jefe liberal contradictor suyo, y reconocido abogado penalista del norte del Valle: "Yo no les recibo lecciones de liberalismo a los defensores de los pájaros".
Luis Carlos Galán, con su talante de aguerrido comunero moderno, reclamaba la dignidad perdida del partido liberal, extraviado en los laberintos clientelistas y, en algunos casos, representado por jefes que se habían amangualado con el crimen organizado. Esa posición, enhiesta y valerosa, le costó la vida, cuando el camino hacía la presidencia estaba despejado.
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