Eduardo García A.


Octavio Paz, cuyo centenario se celebra este 31 de marzo, fue durante mucho tiempo en México una especie de padre escuchado, maestro del que todos aprendían mucho, aunque también ogro temible que no perdonaba a sus enemigos ideológicos o literarios. A veces lo mostraban en las caricaturas como un furioso dios griego rodeado de rayos y centellas
que regañaba a sus súbditos.
En esos tiempos Paz se había acercado al poder y olvidado sus juveniles ideas progresistas y casi toda la intelectualidad de su país lo criticaba por su cercanía con la gran cadena Televisa y su amistad con las grandes figuras del partido gobernante, mientras era muy severo con los candidatos, intelectuales o personalidades de izquierda, a las que fustigaba día a día en la prensa.
En ese sentido era muy valiente, pues no le importaba luchar solitario contra lo que en ese entonces se consideraba lo "políticamente correcto". Uno podía estar en desacuerdo con él, pero respetaba su espíritu polémico y la buena prosa con la que emprendía sus batallas en
las décadas posteriores a mayo de 1968 y el auge de las ideas del Peace and Love y el sueño revolucionario. Al final de su vida luchaba contra los molinos de viento de la izquierda, a la que consideraba ya vencida para siempre.
Cuando se celebraron con pompa sus 70 y 80 años, los suplementos literarios publicaban fotos donde se le veía al lado de su gran amor, la esposa francesa Marie José, gracias a la cual su vida se equilibró y continuó sin parar rumbo a los éxitos literarios y sociales. En esos
últimos treinta años, la vida de Paz hubiera sido otra sin ella: se observaba en las fotografías, en el claro amor que los unía a través de un pacto de vida iniciado cuando se conocieron en la India bajo la canícula, junto a las ruinas milenarias, un amor que muchas veces se
reflejó en su obra poética.
Paz era un anciano lúcido, inquieto que nunca se inclinaba o se fatigaba en las batallas intelectuales. Era también un verdadero ejemplo de fuerza literaria, ambición y espíritu polémico, capaz de abordar todos los temas del momento cuando el mundo experimentaba
grandes cambios culturales, terminaba la guerra fría, el mundo bipolar, se hundía el bloque soviético y parecía terminar para siempre la historia, como decía Fukuyama. Las comunicaciones se hacían más veloces y la globalización se extendía y dominaba todo y ese nuevo orbe cultural lo fascinaba.
Inspirado en varios pensadores antitotalitarios como Cornelius Castoriadis o Claude Lefort, defendía a la democracia occidental y combatía las ilusiones generadas en América Latina por el régimen cubano, la imagen crística del Che y la lucha armada guerrillera en busca del poder. Saludó las revoluciones en los países del Este, el combate de Lech Walesa en Polonia y celebró la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento de la Unión Soviética.
En eso por supuesto tenía razón, aunque el combate por la democracia lo llevó como a muchos a cerrar los ojos a los abusos de las potencias occidentales y a desconocer la legitimidad de las ideas y combates sociales de izquierda que expresaban el profundo dolor infligido a los débiles por las fuerzas triunfantes del capital y de un Occidente militarizado, egoísta, soberbio y acrítico.
En los últimos años, después del Nobel, a Paz se le veía más reconciliado, pues había triunfado en todos los frentes: El izquierdismo que criticaba con saña parecía ir entonces hacia la ruina ideológica, el mundo se reconstruía en otras placas tectónicas culturales que parecían dar razón a ciertas derechas y, de hecho, la Academia Sueca le dio en Nobel como una forma de cerrar el capítulo de Neruda y García Márquez.
Durante todos esos años su poesía y algunos de sus ensayos, como Los hijos del limo, Los signos en rotación, El arco y la lira, Cuadrivio, entre otros muchos, fueron claves para los lectores. Siempre fue una delicia leerlo cuando se refería a otros autores y a la literatura o el
arte en general. La parte política de su obra era menos interesante y perecedera, pues transcurría en ese fangoso terreno movedizo de las emociones, por lo que con sus contrincantes no hubo acuerdo ni síntesis posible.
Paz tuvo suerte de haber nacido en un país milenario y complejo, faro prehispánico y colonial, lo que le hizo posible escribir una bella y profunda obra poética y ensayística que perdura más que su ideario político. La imagen en el mundo de México ha sido tan fuerte como la de Egipto, Japón o la India y por eso pudo abordar desde ese faro nacional los ejes en rotación de su cultura y escribir obras maestras como Piedra de sol y muchos otros textos poéticos, además de establecer lazos con la India y Oriente en varios de sus libros. La literatura y el arte lo salvaron de los demonios de la política y la ideología.
Las ideas políticas pasan y por fortuna los hombres, el arte y la poesía quedan, por lo que haber vivido de cerca en la capital mexicana el crepúsculo de ese escritor combativo fue una fortuna para muchos, que aprendimos con su prosa a polemizar y a equivocarnos y con su
poesía, a soñar.
Durante mi vida mexicana Paz estuvo presente a diario y cuando se fue el 19 de abril de 1998 vi su féretro en el Palacio de Bellas Artes, donde se le otorgaba un postrer homenaje. Las autoridades detuvieron el flujo vehicular en el Eje Lázaro Cárdenas y los automovilistas,
molestos, creaban alharaca con los pitos de sus carros bajo el signo la asfixia del polumo contaminante. No hubo mucha gente, pues el Nobel no era muy popular, pero si acudieron algunos poetas amigos, curiosos, políticos y periodistas. En medio del caos vehicular la limusina salió con lentitud y se perdió en las avenidas hacia la nada perpetua.
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