José Jaramillo


La crisis de la caficultura nos induce a los mayores -muy mayores- a evocaciones, que entre suspiros y una que otra "furtiva lágrima", devuelven la película de la vida hasta los escenarios de las fincas ancestrales, las de los abuelos y los padres, a las que se iba al anca de las cabalgaduras de los viejos para acompañarlos a "dar vuelta"; y donde se pasaban las vacaciones. Entonces se hacían represas en las quebradas para armar charcos tan hondos que se podía clavar desde los barrancos; se comían guamas y dulumocas, estas últimas "cuyos frutos saben a ambrosía y su jugo se desata en hilos cristalinos", según don Marco Fidel Suárez; y las primeras que abundaban entre los cafetales, contenidas en unas vainas largas y curvas que llamábamos "machetas". También se ayudaba a revolver el café en las paseras donde se secaba; se encerraban los terneros y se les tenían las colas a las vacas mientras las ordeñaban, especialmente cuando estaban cagadas, para que no fueran a golpearle la cara al ordeñador; y para el día de noche buena, con anticipación, se recogía el helecho para chamuscar el marrano y se armaban los muchachos de navaja para cortar pedazos de oreja, a medida que se tostaban los cueros… Los cafetos eran de las variedades Arábigo y Borbón, sombreados con matas de plátano, carboneros, guamos, guayabos, naranjos y limoneros. Abundaban los pájaros que se encargaban de limpiar los árboles de plagas; y en las llamadas cajuelas, como de un metro de largo por 50 centímetros de ancho y otro tanto de profundidad, atravesadas en el cafetal, se recogían las hojas que caían de los árboles, la tierra que arrastraban las lluvias y las pencas de plátano, para cumplir la doble función de acopiar abono orgánico y detener la erosión. Los fungicidas solo se usaban para combatir las hormigas arrieras y los abonos químicos no se conocían.
La Federación Nacional de Cafeteros la administraban unos señores sabios, bajo la tutela de mandatarios que cuidaban la industria cafetera como a las niñas de sus ojos, porque reconocían el valor que tenía para la economía nacional. Alguno de ellos propuso crear el Fondo Nacional del Café, como una alcancía de los caficultores en la que se guardaba celosamente una plata que serviría de colchón para sustentar los precios internos, cuando el vaivén de los internacionales era adverso, de modo que el productor siempre supiera a qué atenerse. Esa plata era sagrada. Y en algún momento de dificultades cambiarias existió un tipo de cotización especial, para proteger la caficultura, que se llamó dólar cafetero. Los comités departamentales y municipales, con inmensa vocación social, daban asistencia técnica a los campesinos, construían escuelas y puestos de salud, hacían caminos y carreteras, llevaban al campo los servicios públicos (acueductos, electrificación y telefonía) y velaban por el bienestar de los campesinos, tanto que las comunidades cafeteras ostentaban con orgullo los más altos índices de calidad de vida. Y esto lo hacía la Federación con utilidades de la comercialización internacional del grano, sin tocar el Fondo Nacional del Café. Los líderes campesinos se ocupaban de convocar mingas o convites, para trabajar comunitariamente en propósitos de beneficio colectivo. Y si, simultáneamente, hacían política, jamás metieron las manos en la plata de los cafeteros para comprar votos. Éstos se los ganaban con servicio social ad honórem. Las conclusiones relacionadas con la crisis actual que las saque otro, porque al columnista se le acabó el espacio.
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