César Montoya


Qué tragedia, de contornos inenarrables, la de quien percibe que la vida se le va. Qué destrozos íntimos padecerá quien amarrado a este mundo, mira la muerte con cara macabra, metida en su lecho. Observa a ese anciano de osamenta andante, que pernocta sobre un andén, cubierto con harapos y vigilado por un perro sarnoso. Trata de quitarle la porción mínima de existencia que le queda y habrá de defenderse como un león acorralado. La vida es su último baluarte que protege su precario vínculo con la tierra.
Mayor debe ser la amargura de quien todo lo ha conquistado. Qué duro es despedirse del poder. Los hosannas cantados, las aclamaciones multitudinarias, la voluntad de un pueblo arrodillada, las cornucopias del oro en sus pródigas manos, la voz rotunda, los caprichos convertidos en normas legales, una constitución fabricada por sastres obedientes, la hacienda pública distribuida según el diario temperamento manirroto del autócrata, la decisión de gobernar sin término en el tiempo, los áulicos alcahuetes, la sumisión de otras naciones a las consignas avasallantes del soberano, el mundo a sus pies, todo eso y mucho más, son los rostros halagüeños del mando napoleónico.
El poder es un afrodisíaco. Nada más encariñante que el esplendor de un Estado a disposición de una persona. Las músicas marciales, las venias en cascada, la voz que decide, las migajas que se reparten, el abanicamiento de bellas mujeres prestas a los banquetes íntimos, los amigos con turiferarios en las manos, crean un mundo artificial que gira alrededor de una neblina embrujada que con sus gasas traslúcidas mantiene al príncipe en un estado de permanente levitación.
Sacia, pero no llena el disfrute del poder. Subsiste el hambre por la gloria, por la prolongación de los agasajos, por el eco de una sirena que arrulla el oído del dictador. Tiemblan los críticos, se amputan los derechos ciudadanos, y como el rey francés, notifica "el Estado soy yo". Ese fue el panorama desconcertante, hasta hace poco, de la República Bolivariana de Venezuela.
La naturaleza fue pródiga con Hugo Chávez. Encontró en sí mismo escarpadura invencible para resistir y vencer todos los obstáculos que imposibilitaban la realización de sus sueños caudillescos. Tenía tantas facetas positivas, eran tan desbordantes sus atributos para el mando, que pocas veces en el destino de una nación surge un arconte tan consentido por los hados. Quienes fuimos desde lejos sus adversarios, sin compartir jamás sus procedimientos imperiales, en esta hora de su final elipsis, reconocemos sus atributos singulares.
Como cualquier mortal, murió. Ni el océano de dólares que lo inundaban, ni la pericia de los médicos, ni las estatuillas milagrosas de José Gregorio Hernández, ni los lloros desesperados de un pueblo, pudieron parar el tañido fúnebre de las campanas.
Es triste el ocaso de los dioses terrestres. Gilberto Alzate Avendaño cuando sintió los apresurados pasos de la muerte, exclamó: "Soy un barco que se hunde con las luces encendidas".
Hugo Chávez, asido de los últimos hilos de la vida, gritó: "No quiero morir. No me dejen morir". Desesperante aullido de una impotente criatura frente a los designios de Dios.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015