Jorge Alberto Gutierrez


Estuve en días pasados en una de las curadurías urbanas que hay en la ciudad y me encontré en la espera con dos arquitectas de muy mal humor, descompuestas por la agriera que les produjo el saber que la Administración Municipal estaba en la tarea de continuar el Boulevar de la Avenida Santander, esta vez desde el emblemático edificio El Triángulo hasta la Avenida de las Araucarias que da acceso al cementerio republicano de la ciudad, "Aquí lo que necesitamos son más vías, no más andenes", fue la primera frase que oí salir de su airada voz, y después los consabidos argumentos "la estrechez de las calzadas, que para qué más espacio público si se llena de vendedores ambulantes", reduciendo, de paso, el problema de la pobreza y la exclusión a la amplitud de las aceras.
Recién egresado de la universidad asistí a una conferencia sobre el espacio público del arquitecto Carlos Niño Murcia, quien en uno de los apartes de su intervención, mientras hacia el ademán de quien ha encontrado la clave para ilustrar el contenido de lo que estaba exponiendo, dijo: "Imagínense una reunión de amigos en torno a una mesa, observen la manera distendida como se sucede la conversación, la facilidad con que se dan o ceden la palabra, el interés de los temas que parecen tratar…" y después, de improviso: "Quítenles la mesa… observen como la amena reunión se descontrola, se deshace a una velocidad vertiginosa, nadie se halla…", el espacio público es a la ciudad como la mesa a la reunión de amigos, es la que articula, la que convoca, la que le sirve de soporte.
La necesidad de construir y cualificar el espacio público de la ciudad es tan obvia e impostergable como aquello de que dos y dos son cuatro, tan es así que el Plan de Ordenamiento Territorial a punto de expirar, se había trazado como meta lograr 15 metros cuadrados por habitante, las normas internacionales estiman que para una vida mínimamente civilizada se requieren 15 metros cuadrados de espacio público efectivo, en la actualidad solo llegamos a 4,44 y en muy mal estado.
Manizales es una ciudad donde la mayoría de los desplazamientos de la gente se hacen a pie, y donde paradójicamente es casi imposible caminar. Piense que solo en las universidades hay 28.858 estudiantes, es decir que está urgida de andenes, puentes peatonales, escaleras eléctricas en las calles pendientes, ascensores urbanos y, sobre todo, de un sistema de transporte público que compita en agilidad y confort con el demencial parque automotor, compuesto por automóviles cada vez más grandes, de cuatro o cinco plazas y tan solo un pasajero.
Cuando algún viajero va al exterior acude ansioso a recorrer los Campos Elíseos si está en París, o a la Piazza Navona si visita Roma, o la Avenida Nevsky en San Petesburgo, o vuelve a creer como cuando era niño, en los cuentos de hadas cuando recorre las plazoletas, parques o calles de Praga; si está en Cartagena de Indias en el mar de los caribes, dentro de los límites del corralito de piedra no quiere dejar de recorrer ni un solo palmo de su centro urbano, lo mismo en Popayán o en Cali.
Los ejemplos anteriores sirven para ilustrar cómo es el espacio público el que le confiere la identidad a la ciudad; negarlo sería convertirla en una especie de territorio minado imposible de habitar, un sistema de contenedores inconexos que nos llevará del sótano del edificio de apartamentos donde habitamos al sótano del edificio de oficinas donde trabajamos y, de allí, al sótano del centro comercial donde compramos, lo que, entre otras razones, ha propiciado que las calles hayan llegado a infestarse de raponeros, a atiborrarse de vendedores de todo en los semáforos, y a ser asoladas por conductores atarvanes y algunos en estado de embriaguez.
La carrera 23, o carrera de la Esponsión, que se prolonga por el oriente hasta el sector de Milán y de allí al Cerro de Oro desde donde se puede disfrutar, según la posibilidad poética que le quepa en el cuerpo, la salida del sol o de la luna, y por el occidente hasta el monumento a los Colonizadores en Chipre, luego de recorrer el estupendo paseo del mismo nombre, es la columna vertebral, el recorrido natural de la gente. Allí se ha escrito gran parte de la historia de la ciudad desde que llegaron los colonos de Antioquia. Por eso propongo una moción de aplauso a la Administración Municipal por la decisión de continuar con la construcción del Boulevar de la Avenida Santander; con esta obra se está atendiendo una de las necesidades más sentidas de Manizales, se está reavivando su espíritu; esperamos que en esta administración o en otra de futuro cercano, cuando el Boulevar esté llegando al otrora lúdico y exquisito Parque de Los Fundadores, se eche por tierra la barda del ¡conjunto cerrado La Estación!, dado el desprecio por la vida urbana que se agazapa en sus barrotes inertes… Se pudo con el muro de Berlín…
Felicitaciones nuevamente, señor alcalde.
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